24/10/2010 - DOMUND 2010: "Queremos ver a Jesús"

DOMUND...La palabra (DOmingo MUNDial) evoca el mandato misionero de Jesús: 'Id por todo el mundo...'. Gracias a los misioneros, el penultimo domingo de octubre se celebra esta Jornada misionera. Por eso este mes es para la Iglesia 'Octubre Misionero'.

"Queremos ver a Jesús" Benedicto XVI ha enviado un Mensaje para este día, donde nos invita a tomar parte activa en el anuncio del Evangelio. Pone como ejemplo al apóstol Felipe, a quien unos griegos- paganos- le piden un favor: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12,21). Y él les lleva hasta Jesús. Esa es precisamente la labor de los misioneros, de los que están en la misión y de los cristianos que están aquí.

¿Dónde está Dios? (¡Quiero vera a Dios!)

El lema que este año hemos escogido para la Jornada del Domund es una propuesta muy clara para todos: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21). El cartel nos presenta a una joven religiosa que mira con amor cristiano a una niña frágil y hambrienta de afecto. No es fácil llevar a cabo este modo de vivir si antes no se tiene una experiencia de amistad con Aquel que llena el corazón de un amor y una paz indescriptibles. Recuerdo que en una ocasión un joven me preguntó: “Quiero ver a Dios y por más que lo busco no lo encuentro. ¿Qué he de hacer? ¿Dónde está Dios?”. Nos sentamos y hablamos largo rato. En aquel momento no podía hablarle con palabras complicadas o con elucubraciones más o menos metafísicas o con reflexiones elevadas y filosóficas; le abrí el libro de mi vida y le comencé a contar dónde encontré por primera vez a Dios. Fue el momento que me puse a servir por caridad a una persona que estaba necesitada. Allí estaba Dios y allí lo encontré. Y a este joven que me miraba con ojos ansiosos de ver a Dios, le dije: “No olvides que siempre que en nosotros hay amor y amamos a los demás, Dios se manifiesta. Él mismo nos lo asegura cuando nos dice que quien le ama y cumple sus palabras tendrá la dicha de ser habitado por Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo”.

Cuentan los relatos de los monjes del desierto que, una vez, un joven novicio creyó que, si se acercaba a la cumbre de la montaña antes que el sol se ocultara, lograría ver a Dios. Animado por esta idea, salió del monasterio muy de mañana con el fin de llegar cuanto antes a la cima de la montaña. Cuando ya había realizado la mitad del camino, se encontró con un montañero tirado en el suelo que estaba pidiendo auxilio. El hombre había sufrido un accidente y tenía una fractura en la pierna. El monje se acercó a él y le dijo que primero iría a ver a Dios y después le socorrería. Cuando llegó al tramo final de la cumbre de la montaña, a punto del ocaso del sol, por más que miraba no pudo ver a Dios. Bajó con presteza a socorrer al montañero malherido y cuando llegó ya no estaba. Concluyen los relatos: “Si hubiera socorrido con amor y premura al necesitado, hubiera visto a Dios, porque Dios es Amor y sólo se manifiesta a quien ama”. La decepción del joven novicio fue grande, pero la enseñanza hizo de él un monje gozoso de vivir por amor y para amar a los demás. El secreto de “ver a Dios” se resumía en amar siempre.

El Papa Benedicto XVI, en el pregón del Domund, nos dice: “Cristo establece la nueva relación entre el hombre y Dios. «Él mismo nos revela que ‘Dios es amor’ (1Jn 4,8), y al mismo tiempo nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana [...] es el mandamiento nuevo del amor. Así pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que el camino del amor está abierto a todos los hombres y de que no es inútil el esfuerzo por instaurar la fraternidad universal» (GS 38)”.

La nueva evangelización y la nueva forma de vivir la misión es antigua, pero al mismo tiempo también es contemporánea, porque solo hay un estilo y una forma de vivir: el amor a Dios y al prójimo. Porque ¿de qué le sirve a uno decir que ama a Dios a quien no ve, si no ama al hermano a quien ve? Esta es la gran suerte de creer en Jesucristo. Él nos va manifestando lo que son y lo que significan nuestras vidas. Sin Dios, la vida pierde todo sentido; y Él es muy celoso, como buen Padre, de manifestarse, por sorpresa, en los momentos más inesperados. “Soy ateo y esto es irreversible”, me decía un joven, tal vez dolorido por alguna circunstancia acosada por el sufrimiento. Lo escuché, y cuando se desahogó, le interpelé: “No olvides que un día, en un «cambio de rasante» o «a la vuelta de la esquina», de forma inesperada, te encontrarás cara a cara con Él”. Dios tiene el momento oportuno para cada uno, y por ello hemos de tener la esperanza de que Dios mismo se hará el encontradizo cuando uno menos lo espera. Nunca abandona a sus hijos, los deja libres, pero siempre les ofrece unas manos abiertas llenas de acogida, como hizo con el hijo pródigo.

Quien realmente sienta el deseo de ver a Dios no tiene ningún otro camino posible que no sea el del amor. Sucede lo mismo que con aquel que desea ver el oxígeno, pues lo siente en sus pulmones, aunque no lo perciba con los ojos. Ver y sentir se complementan. La oración es un trato de amistad con Aquel que sabemos que nos ama, decía la Santa de Ávila. Y la plegaria es como el oxígeno para nuestros pulmones. Para el Santo Cura de Ars, la oración “era una dulce amistad y una familiaridad que sorprende. El hombre no vive sólo de pan, vive de oración, vive de fe, de adoración y de Amor”. Si para ver a Dios se requiere vivir de la caridad, esta no se conseguirá por puro deseo o incluso por puro sentimiento. La fuente de este amor está en la Eucaristía; de ahí que se la denomine la fuente de donde mana y corre el amor de Dios. No encontraremos a ningún santo que no haya tenido estos dos amores: a Cristo Eucaristía y a Cristo en los pobres. Tratar de separar una realidad de la otra es caer en una herejía existencial, y va contra la ley del mismo Evangelio.

La propia Eucaristía es manifestación de Dios. Los Padres de la Iglesia dirán que ella misma es epifanía de Dios. Muchos servidores del Evangelio, muchos sacerdotes, muchos consagrados, muchos matrimonios, muchos seglares han encontrado en la Eucaristía la fuerza para seguir hacia delante en la vocación emprendida. Quien quiere ver a Dios ha de dejarse sorprender por la belleza y bondad de la Eucaristía, que es escuela de vida: de la vida de cada día. Con ella y desde ella podemos no solo ver a Dios, sino también hacer posible que los demás le vean. Esta es la misión de la Iglesia: que los que aún no conocen a Jesucristo puedan ver a Dios. Quien ve a Cristo y contempla a Cristo ve a Dios.
Decía San Bernardo que a esta fuente de vida y de luz hemos de correr, y con toda la fuerza del corazón exclamar: “¡Oh hermosura inefable del Dios altísimo, resplandor purísimo de la eterna luz! ¡Vida que vivificas toda vida, luz que iluminas toda luz y conservas en perpetuo resplandor millares de luces, que desde la primera aurora fulguran ante el trono de tu divinidad! De ti procede el río que alegra la ciudad de Dios, para que, con voz de regocijo y gratitud, te cantemos himnos de alabanza, probando por experiencia que en ti está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz”.

En la Jornada del Domund, pongamos todas las ofrendas (que son las oraciones, los sacrificios y los donativos) para que con todas ellas sigamos mostrando que el verdadero amor no solo se hace camino de santificación, sino que es medio y apoyo para que Dios sea conocido, amado y adorado. Ojalá que en esta Jornada misionera muchos puedan ver a Dios o lo reconozcan con mayor nitidez.

Por Mons. Francisco Pérez González
Arzobispo de Pamplona-Tudela y Director Nacional de OMP - España




Mensaje Pontificio para la Jornada Mundial de las Misiones 2010



El mes de octubre, con la celebración de la Jornada Mundial de las Misiones, ofrece a las comunidades diocesanas y parroquiales, a los institutos de vida consagrada, a los movimientos eclesiales y a todo el pueblo de Dios la ocasión de renovar el compromiso de anunciar el Evangelio y de dar a las actividades pastorales un aliento misionero más amplio. Esta cita anual nos invita a vivir intensamente los itinerarios litúrgicos y catequéticos, caritativos y culturales, con los que Jesucristo nos convoca a la mesa de su Palabra y de la Eucaristía, para gustar el don de su presencia, formarnos en su escuela y vivir cada vez más conscientemente unidos a Él, Maestro y Señor. Él mismo nos dice: “El que me ame será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Sólo a partir de este encuentro con el Amor de Dios, que cambia la existencia, podemos vivir en comunión con Él y entre nosotros, y ofrecer a los hermanos un testimonio creíble, dando razón de nuestra esperanza (cf. 1P 3,15). Una fe adulta, capaz de abandonarse totalmente a Dios con actitud filial, alimentada por la oración, por la meditación de la Palabra de Dios y por el estudio de las verdades de la fe, es condición para poder promover un humanismo nuevo, fundado en el Evangelio de Jesús.

En octubre, además, en muchos países se reanudan las diferentes actividades eclesiales después de la pausa estival, y la Iglesia nos invita a aprender de María, mediante el rezo del Santo Rosario, a contemplar el proyecto de amor del Padre sobre la humanidad, para amarla como Él la ama. ¿No es quizá este también el sentido de la misión?

Efectivamente, el Padre nos llama a ser hijos amados en su Hijo, el Amado, y a reconocernos todos hermanos en Él, don de salvación para la humanidad dividida por la discordia y el pecado, y revelador del verdadero rostro del Dios que “tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

“Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21) es la petición que, en el evangelio de Juan, algunos griegos, llegados a Jerusalén para la peregrinación pascual, presentan al apóstol Felipe. La misma petición resuena también en nuestro corazón en este mes de octubre, que nos recuerda cómo el compromiso y la tarea del anuncio evangélico compete a la Iglesia entera, “misionera por su naturaleza” (Ad gentes, 2), y nos invita a hacernos promotores de la novedad de vida, hecha de relaciones auténticas, en comunidades fundadas en el Evangelio. En una sociedad multiétnica que cada vez más experimenta formas de soledad y de indiferencia preocupantes, los cristianos deben aprender a ofrecer signos de esperanza y a convertirse en hermanos universales, cultivando los grandes ideales que transforman la historia, y, sin falsas ilusiones o inútiles miedos, comprometerse a hacer del planeta la casa de todos los pueblos.

Como los peregrinos griegos de hace dos mil años, también los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes, no solo que “hablen” de Jesús, sino que “hagan ver” a Jesús, que hagan resplandecer el rostro del Redentor en cada ángulo de la Tierra ante las generaciones del nuevo milenio, y especialmente ante los jóvenes de todos los continentes, destinatarios privilegiados y sujetos activos del anuncio evangélico. Estos deben percibir que los cristianos llevan la palabra de Cristo porque Él es la Verdad, porque han encontrado en Él el sentido, la verdad para sus vidas.

Estas consideraciones remiten al mandato misionero que han recibido todos los bautizados y la Iglesia entera, pero que no puede realizarse de manera creíble sin una profunda conversión personal, comunitaria y pastoral. De hecho, la conciencia de la llamada a anunciar el Evangelioestimula no solo a cada uno de los fieles, sino a todas las comunidades diocesanas y parroquiales, a una renovación integral y a abrirse cada vez más a la cooperación misionera entre las Iglesias, para promover el anuncio del Evangelio en el corazón de cada persona, de todo pueblo, cultura, raza, nacionalidad, y en todas las latitudes. Esta conciencia se alimenta por medio de la obra de sacerdotes Fidei Donum, de consagrados, de catequistas, de laicos misioneros, en una búsqueda constante por promover la comunión eclesial, de manera que también el fenómeno de la “interculturalidad” pueda integrarse en un modelo de unidad, en el que el Evangelio sea fermento de libertad y de progreso, fuente de fraternidad, de humildad y de paz (cf. Ad gentes, 8). En efecto, la Iglesia “es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen gentium, 1).

La comunión eclesial nace del encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo, que, en el anuncio de la Iglesia, alcanza a los hombres y crea comunión con Él mismo y, consiguientemente, con el Padre y el Espíritu Santo (cf. 1Jn 1,3). Cristo establece la nueva relación entre el hombre y Dios. “Él mismo nos revela que «Dios es amor» (1Jn 4,8), y al mismo tiempo nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y por ello de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que el camino del amor está abierto a todos los hombres y de que no es inútil el esfuerzo por instaurar la fraternidad universal” (Gaudium et spes, 38).

La Iglesia se convierte en “comunión” a partir de la Eucaristía, en la que Cristo, presente en el pan y en el vino, con su sacrificio de amor edifica a la Iglesia como su cuerpo, uniéndonos al Dios uno y trino y entre nosotros (cf. 1Co 10,16ss). En la exhortación apostólica Sacramentum caritatis escribí: “No podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Este exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él” (n. 84). Por esta razón, la Eucaristía no solo es fuente y culmen de la vida de la Iglesia, sino también de su misión: “Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera” (ibíd.), capaz de llevar a todos a la comunión con Dios, anunciando con convicción: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (1Jn 1,3).

Queridos hermanos, en esta Jornada Mundial de las Misiones, en la que la mirada del corazón se dilata sobre los inmensos espacios de la misión, sintámonos todos protagonistas del compromiso de la Iglesia de anunciar el Evangelio. El impulso misionero ha sido siempre un signo de vitalidad para nuestras Iglesias (cf. Redemptoris missio, 2) y su cooperación es testimonio singular de unidad, de fraternidad y de solidaridad, que hace creíbles anunciadores del Amor que salva.

Por ello, renuevo a todos la invitación a la oración y, a pesar de las dificultades económicas, alcompromiso de la ayuda fraterna y concreta para sostener a las jóvenes Iglesias. Este gesto de amor y de compartir, que el valioso servicio de las Obras Misionales Pontificias, a las que va mi gratitud, proveerá a distribuir, sostendrá la formación de sacerdotes, seminaristas y catequistas en las tierras de misión más lejanas y animará a las jóvenes comunidades eclesiales.

Al concluir el mensaje anual para la Jornada Mundial de las Misiones, deseo expresar con particular afecto mi reconocimiento a los misioneros y a las misioneras, que dan testimonio en los lugares más lejanos y difíciles, a menudo incluso con la vida, de la llegada del reino de Dios. A ellos, que representan la vanguardia del anuncio del Evangelio, va la amistad, la cercanía y el apoyo de todo creyente. “Dios, [que] ama al que da con alegría” (2Co 9,7), les colme de fervor espiritual y de profunda alegría.

Como el “sí” de María, toda respuesta generosa de la comunidad eclesial a la invitación divina al amor a los hermanos suscitará una nueva maternidad apostólica y eclesial (cf. Ga 4,4.19.26), que, dejándose sorprender por el misterio de Dios amor, el cual, “al llegar la plenitud de los tiempos, envió […] a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4,4), dará confianza y audacia a nuevos apóstoles. Esta respuesta hará a todos los creyentes capaces de estar “alegres en la esperanza” (Rm 12,12) al realizar el proyecto de Dios, que quiere “que todo el género humano forme un único pueblo de Dios, se una en un único cuerpo de Cristo, se coedifique en un único templo del Espíritu Santo” (Ad gentes, 7).

Benedicto XVI,Vaticano, 6 de febrero de 2010

Enlaces Parroquiales

Parroquia San Gines de Padriñan. Comunidad Parroquial.

"TRANSFORMANDO EL MUNDO HACIENDO IGLESIA"