Reflexión Misionera para la Liturgia del IV Domingo de Cuaresma.

El ciego de nacimiento: ve, cree y anuncia.

El camino hacia la Pascua está marcado por grandes temas catequético-bautismales: la lucha con el tentador, contemplar el rostro de Cristo, los símbolos de agua, luz, vida. En el Evangelio de este domingo es central la figura de Jesús-luz: Él es el que ve al ciego y va a su encuentro, le unta con barro los ojos, le ordena lavarse en la piscina de Siloé (que significa Enviado). El ciego va, se lava y vuelve con vista (v. 1.6-7). El signo es claro, pero tan solo para el que sabe verlo. Justamente, ese milagro tan patente de Jesús se convierte en signo de contradicción: ante el mismo hecho se producen dos reacciones (la del ciego y la de los fariseos) en direcciones opuestas.

El ciego avanza, gradualmente, hacia el descubrimiento del rostro-identidad de Jesús: de un mero hombre a un profeta, hombre de Dios, Señor… hasta postrarse con fe: “¡Creo, Señor!” (v. 38). Ahora el ciego se ha convertido, está completamente iluminado, en el cuerpo y en el espíritu. Mientras el ciego avanza en el descubrimiento de Jesús, los fariseos, por el contrario, se cierran cada vez más ante la luz, no aceptan el testimonio del ciego sanado, le mandan callarse y lo expulsan (v. 34). La obstinación del corazón lleva a la ceguera interior. Lamentablemente, ¡la fe se puede perder! Tan solo el que acepta que la verdad le cambie la vida, no le tendrá miedo a la luz, al amor, al servicio... Vale, a este respecto, el deseo de S. Agustín, bello, como siempre, también en el texto latino: “Servum te faciat caritas, quia liberum te fecit veritas” (Que la caridad te haga siervo, ya que la verdad te ha hecho libre).

 “¡Más luz!” fueron las últimas palabras de Johann W. Goethe. Jesús, con la palabra y el signo, trae la luz nueva que esclarece la realidad del pecado presente en el mundo. El pecado es esa vasta zona oscura, en la que viven las personas aún no suficientemente iluminadas por el Evangelio. En esa zona oscura está también la no-comprensión del sentido de la enfermedad, del dolor, de la desgracia, males que a menudo se vinculan, erróneamente, a pecados personales. Emblemática, a este respecto, es la historia de Job. Asimismo, los apóstoles son un ejemplo de esa mentalidad: viendo al ciego de nacimiento, preguntan al Maestro: “¿Quién pecó: este o sus padres?” (v. 2). Es el típico planteamiento pre-cristiano del problema del sufrimiento: identificar la causa del dolor o de la enfermedad con el pecado, con el mal de ojo, el maleficio, el hechizo por parte de otra persona… Es una mentalidad muy extendida incluso en ámbitos cristianos, típica de personas aún no bien evangelizadas. Pienso en mis años de trabajo misionero en la República Democrática de Congo, donde los problemas y los miedos de los ndoki (en idioma lingala: mal de ojo, brujos) eran algo cotidiano: muchos cristianos (incluidos algunos catequistas y religiosos) aún no estaban interiormente libres de ello. También en América Latina y en Europa he visto situaciones parecidas. Se percibe que el paganismo (con sus nexos) es sinónimo de tinieblas, miedos, venganzas, manejos oscuros... que serpentean abundantemente incluso entre los cristianos de todas las latitudes. El corazón humano nunca está del todo convertido. La acción misionera de la Iglesia no se conforma con una evangelización superficial, sino que debe llegar al corazón de las personas y a los valores de las culturas, como lo enseña muy bien Pablo VI. (*)

Es posible salir de esta mentalidad paganizante tan solo haciendo un camino de conversión permanente, aceptando interiormente y hasta el fondo a Cristo, que ha dicho: “Yo soy la luz del mundo” (v. 5), “la verdad los hará libres” (Jn 8,32). Esta es la clara invitación de Pablo (II lectura) a caminar como hijos de la luz (v. 8; cf Mt 5,14), no tomando parte en las obras estériles y vergonzosas de las tinieblas (v. 11-12), sino mirando a Cristo: “Despierta... y Cristo será tu luz” (v. 14). Cristo es la luz, Él es el Enviado del Padre, la pila en la cual sumergirse con el bautismo. La luz de la fe que recibimos en el bautismo es un don para cada uno, pero para compartirlo con otros.

La luz de Cristo ayuda a comprender el sentido de la enfermedad y del dolor, como lo aprendemos del silencioso y paciente testimonio de muchas personas enfermas, pero interiormente serenas. La fe es una luz nueva que nos permite captar el mensaje de vida presente en el dolor, la oportunidad de purificación y de salvación para sí y para los demás. La fe nos lleva a fiarnos de Dios, el Pastor que nos conduce por rutas seguras (Salmo responsorial). Él tiene caminos y criterios diferentes a los nuestros (I lectura): “El Señor ve el corazón” (v. 7) de las personas, como se ve en la elección de David. Este era el más pequeño, un pastor (cf Lc 2,8); sin embargo, Dios hace de él un rey. Los criterios de Dios son sorprendentes: sana al ciego, a un mendigo (v. 8), a un expulsado (v. 34; más tarde también Jesús será rechazado), se le auto-revela, hace de él un creyente, un testigo, un anunciador convencido (v. 30-33). Lo mismo que pasó con la Samaritana (cf domingo pasado). Dios nos sorprende: escoge a los últimos para anunciar y hacer crecer su Reino en el mundo.

Palabra del Papa
 
“Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad... Alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación… Lo que importa es evangelizar  -no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces-  la cultura y las culturas del hombre”.
Pablo VI
Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (1975) n. 18-20

Fuente: OMP.

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