Fiesta de la Epifanía del Señor. Homilía.


Celebramos la solemnidad de la “manifestación” de Cristo a los gentiles, representados por los Magos, llegados de Oriente, a quienes guió una estrella en un misterioso encuentro del entendimiento y del corazón humano con la luz de Dios “que alumbra a todo hombre, cuando viene al mundo” (Jn 1, 9).  

Jerusalén estaba llamada a ser faro de luz, que, en medio de las tinieblas de la tierra, orientara a todos los pueblos, revelándoles el misterio de la salvación, pero no se atrevió a levantar la vista ni a esperar la alborada. Pero la luz de Dios no puede encerrarse en un límite geográfico sino que está llamada a iluminar a todas las gentes.  

En el Evangelio se hace referencia a las tres reacciones al anuncio del nacimiento de Jesús. Una es la de Herodes quien ante el anuncio de este acontecimiento se sobresalta, convoca a los sacerdotes y a los escribas, pero no para conocer la verdad, sino para tramar un engaño. Entre la voluntad de Dios y la suya, desde luego ha optado por la suya propia. No ve más que su interés, y está decidido a eliminar toda posibilidad que amenace perturbar sus planes. 
Probablemente piensa que cumple con su deber defendiendo su realeza, su linaje, el bien de la nación. Asimismo ordenar la matanza de los inocentes debía parecerle, como a muchos otros dictadores de la historia, una medida requerida por el bien público.  

Otra es la de los sacerdotes y  de los escribas. Consultados por Herodes y por los Magos para saber dónde había de nacer el Mesías, no dudan en dar la respuesta exacta. Saben dónde ha nacido; son capaces de indicarlo también a los demás, pero ellos no se mueven. No van corriendo a Belén, como sería de esperar en quienes esperaban la llegada del Mesías, sino que se quedan cómodamente en Jerusalén. “Id y después comunicádnoslo”, comentan. Ellos simbolizan la actitud de quienes saben  bien qué implica seguir a Jesús y, en caso necesario, lo explican con precisión a los demás, pero no se comprometen con las exigencias que se derivan. Más tarde Jesús nos dirá: “Haced lo que os digan pero no hagáis lo que ellos hacen”. Ellos sabían que Jesús se encontraba en Belén; nosotros sabemos que Jesús  se encuentra hoy entre los pobres, los humildes, los que sufren, los que se sienten marginados y olvidados. ¿Cuál es nuestra actitud? 

Otra actitud bien distinta es la de los Magos. Ellos no enseñan con las palabras, sino con los hechos. Se pusieron en camino; dejaron la seguridad de las gentes que les rodeaban y les reverenciaban. Si se hubieran puesto a calcular uno a uno los peligros, las incógnitas del viaje, habrían perdido la determinación inicial y se habrían enredado en consideraciones estériles. 
Después de haber adorado al Niño Dios, “avisados en sueños que no volvieran donde Herodes, se retiraron a su país por otro camino”. Cuando se ha encontrado a Cristo, ya no se puede volver por el mismo camino por el que se vino a él. El encuentro con Cristo determina un cambio radical. Él es el Camino. Mientras Israel cerró sus oídos a las palabras de la revelación, los Magos respondieron con la fe, la humildad,  la ternura, y la generosidad, que les permitieron reconocer el significado de la estrella y les animaron a ponerse en camino. Iban a Jerusalén, capital de Israel, donde se transmitía de generación en generación la verdad sobre la venida del Mesías  que habían predicado los profetas y de la que habían escrito los libros santos. Nuestra actitud ha de ser la de los Magos. La adoración es la razón que dan éstos para justificar el largo y duro camino que emprendieron, abandonando la serena y rutinaria ocupación de todos los días. Es la misma razón que conduce a tantas personas a dejarlo todo por el Señor, renunciando a la tranquilidad indiferente y pasiva. A veces la estrella se oculta como les aconteció a ellos, y las sombras de la noche se enseñorean de todo. Somos así. Al amanecer vemos claro, al mediodía dudamos y al atardecer todo parece oscuro. Es preciso contar con la eventualidad de que la estrella del entusiasmo se apague porque Dios quiere que nos movamos no por puro entusiasmo sentimental sino por la luz vivificante de su Palabra. No debemos dejar que la oscuridad del capricho o del cansancio desplace la luz del Evangelio. En esos momentos difíciles tenemos que mirar a la Iglesia donde encontramos la luz de la Palabra de Dios, la gracia de los sacramentos y el testimonio de quienes viven junto a nosotros conforme al espíritu de Dios.  

Si nos dejamos guiar por la estrella que brilló al comienzo del camino cristiano emprendido, encontraremos a Jesucristo, Luz y Esperanza de las naciones. “Mientras los Magos -dice S. Juan Crisóstomo- estaban en Persia, no veían sino una estrella; pero cuando dejaron su patria, vieron al mismo Sol de Justicia”. Ofrezcamos el oro de nuestra existencia, el incienso de nuestra oración y la mirra de nuestra gratitud. No tengamos miedo de la luz de Cristo que es el esplendor de la verdad. Dejémonos iluminar por él y envolver por su amor, y encontraremos el camino de la paz, participando en las fiestas del calendario litúrgico que la Iglesia nos ha anunciado, hoy.

Amén.

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