Hablábamos el domingo pasado del ejercicio de nuestra libertad; la elección del bien supone una lucha contra la tentación y las desviaciones que el mundo nos ofrece. Pero decíamos que, en esa lucha, no estamos solos. Si no fuera por la ayuda de Dios, seríamos vencidos fácilmente por las tentaciones.
El Evangelio de hoy nos hace considerar esas ayudas de Dios. La escena que contempla es tan

que conduce a la santidad. Somos poca cosa, pero Él es todopoderoso. No nos quita las tentaciones y los obstáculos, pero nos ayuda interiormente a superarlos, a no perder la paz y a seguir caminando de su mano hacia la meta a la que Él mismo nos llama.
A veces surge el desconcierto: si es Dios, por qué no se ve su mano con más frecuencia, por qué permite tantas maldades en el mundo, cómo no arregla de una vez las cosas para que el mundo camine por un sendero recto. Estamos, entonces, como aquellos otros discípulos, los que no subieron al monte. No veían a Dios por ninguna parte. Sólo tenían una visión humana de los problemas y de las soluciones.
Pero debemos evitar esos juicios humanos. Que no veamos a Dios en algún momento no significa que no esté ahí, cerca de nosotros; simplemente, no lo vemos. Jesús-Dios estaba tan cerca de los tres discípulos que subieron al monte como de los demás, aunque éstos no lo viesen.
Pero ¿por qué a unos sí, ya otros no? No podemos juzgar a Dios; sólo Él sabe el porqué de las cosas. Lo nuestro es aceptar su palabra por la fe. Si entendiésemos todo lo de Dios, no haría falta la fe. Hemos de ser humildes y confiar en que es infinitamente bueno y veraz, y no puede engañarnos.
Lo veamos o no, es Dios y está muy cerca de nosotros. Cuando Él quiere nos lo manifiesta con una luz interior especialmente clara, pero esto sucede solo en alguna ocasión; lo habitual es que exija de nosotros confianza plena en su bondad, aunque no la "veamos'
—Manuel Ordeig
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