Domingo 4º de Cuaresma A


Asistimos, en el Evangelio de hoy, a un milagro tan extraordinario que conmueve al pueblo y conmociona a los jueces de Israel. Sin embargo, unos creerán en Jesús y otros no; es más, dudarán del mismo que había estado ciego y acabarán expulsándolo de la sinagoga.
Es una enseñanza útil para todos: no basta un milagro para
creer, por grande que sea. Los que estamos aquí, probablemente, nunca hemos contemplado un milagro así de notable, y sin embargo creemos en Jesucristo. Creemos que es el Hijo de Dios que vino a esta tierra, que vivió entre nosotros, y que murió en la Cruz para resucitar al tercer día. ¿Por qué creemos? ¿Dónde se apoya nuestra fe? Las respuestas a estas preguntas son muy personales: cada uno tiene su itinerario hasta llegar a la fe, y sus razones para permanecer en ella. Pero una cosa es clara: además de los argumentos humanos, hemos recibido de Dios el don de la fe. Una gracia que nos abre los ojos del alma -como los de aquel ciego- a las verdades sobrenaturales.
La fe es un don de Dios; una luz que ilumina toda nuestra vida. Hemos de agradecerla y hemos de cuidarla. Por nosotros solos no podemos alcanzarla, pero sí podemos perderla.
Y la hemos de cuidar con la práctica religiosa (la Misa de los domingos, por ejemplo), con el servicio de la caridad y con libros que refuercen nuestra formación cristiana.
Una persona bautizada, siempre tiene fe; al menos un cierto rescoldo de fe en el fondo de su alma. Los bautizados que dicen que no tienen fe, probablemente es que nunca la han practicado. Si acudieran al sacramento de la Reconciliación y a la Comunión, con corazón sincero, recobrarían fácilmente el esplendor inicial de su fe.
Este tiempo de Cuaresma es el más oportuno para repensar nuestra conducta y tomar decisiones que fortalezcan nuestra fe. Y para animar a otras personas, cercanas a cada uno, para que también ellos se tomen en serio el cuidado de su fe. Por supuesto, siempre habrá gente que nos haga caso y otros que no. En el Evangelio de hoy todos habían visto el milagro, pero unos creyeron y otros no. Dios quiere ayudar a todos a llegar a la fe, pero nunca violenta nuestra libertad. Quien no quiera creer, está en su derecho; y Dios respetará su libertad. Pero no da igual creer que no creer. Ese ejercicio de la libertad conlleva la consiguiente responsabilidad. Quien tiene oportunidad de creer y no quiere aprovecharla, tendrá que dar cuenta a Dios de ese querer libre. De todas maneras, a nosotros, creyentes, incumbe también una seria responsabilidad: la de hacer llegar el mensaje del Evangelio a todos los hombres. No es tarea solo para sacerdotes o gente especial; es misión de la Iglesia entera, que debéis sacar adelante también los fieles laicos.
PALABRA—Manuel Ordeig
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