Domingo 3º de Pascua

Habéis escuchado la narración que hace san Lucas de un episodio entrañable de la vida de Jesucristo: el encuentro con aquellos dos discípulos que caminaban hacia Emaús, y cuya fe se había derrumbado tras la Pasión y Muerte.
Estaban desalentados y Jesús les sale al encuentro para fortalecer su fe y su esperanza.

No sin dificultad, consigue devolverles el entusiasmo; persuadiéndoles de doble manera. En primer lugar la aparición subraya poderosamente que Jesús es el Buen Pastor, que sale en busca de la oveja perdida. Por eso nuestra fe y nuestra esperanza no depende de nosotros: sino de Dios, que vendrá buscarnos las veces necesarias. Si apoyas tu fe en tus fuerzas, en tu inteligencia o en tu ánimo interior, no llegarás muy lejos. Tienes que apoyar tu fe en Dios; es decir, confiar en Él por encima de todo. A veces, incluso, desafiando la lógica humana, pues no conocemos sus planes: "Mis caminos no son vuestros caminos"; puedes no "entender" a Dios, pero siempre debes confiar en El.
Y la segunda enseñanza es que la fe no tiene que ver con los estados de ánimo: gozosos o dolorosos, alegras o tristes... Los dos discípulos de Emaús estaban tristes y desalentados, y no hacían más que dar vueltas a su razonamiento: "Esperábamos que fuera el liberador de Israel y...". Su tristeza engendró la incredulidad, y la falta de fe les llevó a la tristeza. Ésa no es la fe que Dios nos pide: una fe al albur de las ilusiones, de las ganas, o de nuestros proyectos. Nuestra fe es algo objetivo en sí misma, aunque tenga también un fuerte componente humano. Es fe en Jesucristo resucitado: un hecho histórico independiente del entusiasmo de un momento concreto. ¿Qué implica esta dimensión objetiva de la fe? Primero, que cumplir las obligaciones cristianas, no depende de gustos y satisfacciones, como tampoco depende de dolores y necesidades. La fe puede -en algún caso- ser consuelo o ayuda en momentos difíciles; pero no es éste su cometido principal. El cumplimiento de la misa dominical -por ejemplo-, la conveniencia de un tiempo diario de oración, la caridad y la amabilidad con el prójimo, etc., no pueden depender de que estemos cansados o descansados, de que tengamos más o menos "ganas". ¡Ojalá tuviéramos ganas siempre! pero, si no las tenemos, debemos cumplir igualmente estas y otras parecidas obligaciones cristianas.
Algunos no entienden esto. Cuando no les apetece, la religión y sus consecuencias pasan a un segundo plano; como si la elección por el cielo o el infierno fuera cosa de "tener ganas"... Siempre acudirá Jesucristo a buscarnos, si nos separamos de Él. Pero nos pedirá que le sigamos en la bonanza y en la tormenta, en el contento y en el dolor, con ganas o sin ellas. Otra cosa no sería un cristianismo serio.
PALABBRA—Manuel Ordeig
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