Domingo de PENTECOSTES A


Diez días habían transcurrido desde que Jesús ascendió a los cielos. Los Discípulos, como decíamos el domingo pasado, quedaron en el mundo para extender el Evangelio "hasta los confines de la tierra". No eran muchos, ni tenían poder o recursos para acometer una empresa universal. Pero tenían fe en Jesús resucitado y oraban con frecuencia, como nos narran los Hechos de los Apóstoles: "Oraban perseverantemente en unión con María, la madre de Jesús" (Hch 1,14)
Y allí, estando en oración, vino sobre ellos el Espíritu Santo y quedaron llenos de Él. Y con Él fueron capaces de llevar el Evangelio a todas partes: evangelizar a los paganos, crear iglesias cristianas y, finalmente, convertir al Imperio Romano. Fueron necesarios tres siglos y una multitud de mártires, pero lo consiguieron El Espíritu Santo es el alma de lglesia, como dijeron los antiguos escritores cristianos. Y también es quien santifica a cada fiel creyente, ayudándole a cumplir lo que Dios espera de él.
Su acción es invisible; "no sabes de dónde viene ni a dónde va' dijo Jesús a Nicodemo, pero sin renacer de Él no es posible alcanzar la vida eterna. Todo hombre nace para morir el día de su alumbramiento, y renace para vivir eternamente el día que recibe el Espíritu Santo; habitualmente con el Bautismo. La debilidad humana provoca que sea necesario repetir este último nacimiento después de cada pecado grave, mediante la contrición y el recurso al sacramento de la Reconciliación. Pero su carácter de cristiano no lo abandonará jamás. Si es fiel al Espíritu Santo, tendrá abiertas las puertas del cielo cuando llegue el momento. Lo que necesitamos todos es aprender a escuchar al Espíritu Santo. Desde lo hondo de nuestra intimidad nos habla y nos orienta para hacer, de nuestro caminar en la tierra, un sendero de santidad, en medio de las circunstancias ordinarias de la vida. Pero con frecuencia no ponemos atención a lo que nos dice. El Espíritu Santo no grita, no se impone, habla en susurros; no manda, sugiere; respeta nuestra libertad. Para escucharle hay que querer oírle y aprender a oírle. Y luego hay que hacerle caso; serle dóciles. Puede no resultar fácil al principio, pero quien lo consigue alcanza una fe y un amor -a Dios y al prójimo- envidiables. Poco a poco va viviendo en este mundo, sin perder el contacto interior con Dios; va y viene, trabajar o descansa.., con la mente y el corazón puestos en su Padre celestial, y en las personas que la providencia ha puesto a su lado.
Como dice el himno, el Espíritu Santo es el dulce huésped del alma, descanso en el trabajo, refrigerio en la fatiga. Su presencia hace fructífera nuestra oración y sus Dones abren el alma a la contemplación de Dios. Con su ayuda saboreamos en esta tierra un poco de la felicidad del cielo.
PALABRA — Manuel Ordeig
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