Domingo IV del Tiempo Ordinario B

El cardenal VanThuan, ya fallecido fue arzobispo en Vietnam. Cuando los comunistas tomaron Vietnam del Sur, lo encarcelaron durante muchos años. Luego se trasladó a Roma fue cardenal. En su predicación decía que Jesucristo nos había legado en herencia siete dones extraordinarios: su Palabra, su Cuerpo y su Sangre, su sacerdocio, su Madre, su paz y su "mandamiento nuevo".

En el primer capítulo del Evangelio de San Marcos se lee que Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaúm, al sábado siguiente, acudieron a la sinagoga. Se puso a enseñar, y "todos quedaron
asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad".
Una autoridad tal que, ante un hombre poseído que gritaba, le increpó: "Cállate y sal de él' y el demonio salió dando un fuerte grito. Comentaban: "Hasta a los espíritus inmundos les manda y obedecen"
Era una manifestación de esa poderosa Palabra de Jesucristo, que Él nos dejó en herencia. Hoy, tenemos su Palabra en nuestras manos. Podemos leerla, estudiarla, escucharla... Sigue teniendo la misma fuerza que entonces: cambia los corazones; arrastra a los hombres hacia el bien; nos revela a su Padre del cielo: Dios de infinita misericordia y Padre de toda consolación. Sin embargo, disponer de una Palabra así de poderosa no es suficiente. Nada hace Dios en nosotros sin nuestra colaboración; su amor a nuestra libertad le impide actuar en la mente y la voluntad humanas, si éstas no quieren aceptarla y colaborar con ella.

Esto plantea dos cuestiones admirables: la magnanimidad divina, que prefiere el riesgo de un mal uso
de la libertad, antes que privarnos de ella; y la grandeza de la libertad humana, capaz de oponerse a los planes de Dios.
Es inconcebible, pero así sucedió al principio de la humanidad y así sucede cada día, cuando el  hombre elige libremente el pecado en contra de lo que Dios le manda. A pesar de ello, la generosidad de Dios es tal, que -una vez yotra- vuelve a acercarse a nosotros y nos da una nueva oportunidad de escucharle y colaborar con Él. Por eso el cristiano nunca pierde la esperanza.
Tenemos la poderosa Palabra de Dios a nuestra disposición y, aunque la hubiésemos despreciado o ignorado en ocasiones, sigue teniendo el mismo poder y fuerza. La próxima vez que leamos el Evangelio o escuchemos su predicación, volveremos a tener -dentro de nosotros- el ímpetu necesario para cambiar lo negativo de nuestra vida, y reencaminarnos hacia el bien.

María Santísima supo escuchar y ser dócil a la Palabra que Dios le dirigió.

Ella nos enseñará a corresponder generosamente a lo que Dios nos pida.

PALABRA — Manuel Ordeig

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