Sólo quiero que le miréis a él.

Con esta frase de Santa Teresa de Ávila empezaba la Carta Pastoral D. Julián Barrio Barrio, Arzobispo de Santiago, para celebrar el día de la Vida Contemplativa.

Si bien es cierto que “no es fácil que el mundo… comprenda vuestra vocación
y vuestra misión escondida, y sin embargo la necesita tanto”, no es menos verdad que abrazándola “vosotras descubrís al Señor como el tesoro de vuestra vida” (cfr. Lc 12,34) y, eligiendo la parte mejor (cfr. Lc 10,42), “habéis entregado vuestra vida, vuestra mirada fija en el Señor, retirándoos en la celda de vuestro corazón” (cfr. Mt 6,5).

A los ojos del mundo, indiferente o interesado, el modo de vida cristiano o, más radicalmente aún, el existir cristiano, tiene su “escaparate” privilegiado en la forma de vida contemplativa, que “como el marinero en alta mar tiene necesidad del faro que le indique la ruta para alcanzar el puerto, así el mundo tiene necesidad de vosotras. Sed faros, para los de cerca y sobre todo para los alejados”. En esta ocasión puede ser muy ilustrativo retomar las tres aserciones de la Constitución Apostólica Vultum Dei quaerere: vuestra vida, vuestro corazón, vuestra mirada, y ahondar en su sentido y significado, en el discurrir de vuestra existencia y en la de todo creyente.

Vuestra vida. La persona se caracteriza por la implantación fundamental en la existencia, por las metas que persigue y por los desafíos a los que tiene que responder. En este peregrinar hay una pregunta ineludible: ¿Qué sentido tiene la vida? Aunque muchos no se la planteen, no deja de estar presente como sentir indeleble, en todos y cada uno. Preguntarnos por el sentido de lo que elegimos y hacemos nos ayuda a vivir de una manera más rica y plena humana y espiritualmente. Cuando uno despierta a la mañana y tiene una razón para vivir, todo se ilumina, y la lucha de cada día lejos de ser un peso, se hace agradable y gratificante. Reflexionando, se percibe que esa razón no será nunca algo: no se puede vivir solo para el tener, el placer o el poder. Lo que da verdadero sentido a la vida es más bien Alguien. “¡Se puede vivir sin saber por qué, pero no se puede vivir sin saber para quien!”, dice un viejo proverbio. Al preguntarnos por el sentido de la vida consagrada, el papa Francisco nos da una respuesta clarividente: “Es una historia de amor apasionado por el Señor y por la humanidad”.  El sentido de la vida se encuentra únicamente en el amor. Quien ama tiene algo y sobre todo alguien por el que vivir, luchar y esperar; tiene un motivo por el que afrontar sacrificios y entregarse, una razón que llena de alegría el corazón. Y si en el corazón hay entusiasmo, “pasión”, las exigencias que conlleva el “caminar detrás de Jesús”, lejos de ser un fardo pesado, se transforman en caminos luminosos, porque el amor verdadero nunca dirá basta y, además, siempre sabe lo que hay que amar. Una existencia sin amor está vacía. La vuestra, lejos de ser vacía, es “una historia de amor…” que, como historia que es, ese “amor apasionado por el Señor” nunca está concluido, sino que se despliega día a día. De ahí que requiera un corazón recogido.

El corazón recogido. El texto de Mt 6,19-21 subraya el alcance de esta realidad: “No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes y los roban. Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón”. Los israelitas consideraban el corazón como el centro de la interioridad del hombre, y la sede del conocimiento, de la memoria, de la voluntad, de las pasiones y del coraje. “El hombre mira a los ojos, más el Señor mira el corazón” (1Sm 16,7). Así lo refleja el salmista: “Aunque sondees mi corazón visitándolo de noche, aunque me pruebes al fuego, no encontrarás malicia en mí” (Sal 17,3). En este sentido el Nuevo Testamento introduce un aspecto nuevo, la relación entre Cristo y el corazón, que enardece al oírle a Él cuando explica las Escrituras (Lc 24,32), y entre el corazón y el Espíritu, que infunde en él el amor de Dios (Rom 5,5) y clama en nuestros corazones: “Abba”, es decir, “Padre” (Gal 4,6). En este contexto valoramos el valor de la ofrenda y de la custodia del corazón. Donde está nuestro tesoro ahí está nuestro corazón. Dar a Dios el propio corazón es reconocer en Él el propio tesoro. Él no nos pide cosas, sino a nosotros mismos, nuestro corazón. Se trata de entregar generosamente a Dios el propio corazón. Nunca será demasiado lo que hagamos para vivir la custodia del corazón. La recompensa más grande será que nuestro corazón estará donde está nuestro verdadero tesoro: escondido con Cristo en Dios (Col 3,3). La palabra de Jesús confirma que un corazón limpio, libre y desprendido de las seducciones del poder, del tener y del placer, sabe reconocer y acoger el verdadero tesoro, lo único que verdaderamente cuenta. 

La mirada en el Señor. Todo ello conlleva la exigencia de mantener la mirada fija en el Señor, recogidos en la celda del corazón, esto es: en la soledad y el silencio. “Por lo tanto, es necesario reservar un espacio adecuado para la oración y la meditación de la Palabra de Dios: la oración es la fuerza… En el encuentro con Cristo Jesús nos contagia su mirada, la que se compadecía de las personas que se encontraba en los caminos de Galilea. Se trata de recuperar la capacidad de “mirar”, ¡la capacidad de mirar! Hoy se pueden ver muchas caras a través de los medios de comunicación, pero existe el riesgo de mirar cada vez menos a los ojos de los demás”. En espíritu de oración y con la mirada fija en el Señor, Santa Clara de Asís orienta la forma de proceder cuando escribe: “Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia (2Cor 3,18), y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad… Deja de lado absolutamente todo lo que en este mundo engañoso e inestable tiene atrapados a sus ciegos amadores, y ama totalmente a quien totalmente se entregó por tu amor… a aquel –te digo- Hijo del Altísimo, dado a luz por la Virgen” (Santa Clara, Carta III 3). “Tú, oh reina, esposa de Jesucristo, mira diariamente este espejo, y observa constantemente en él tu rostro: así podrás vestirte hermosamente y del todo, interior y exteriormente, y ceñirte de preciosidades (Sal 44,10)… como corresponde a quien es hija y esposa castísima del Rey supremo” (Carta IV 3-4).  “Quien se sumerge en el misterio de la contemplación ve con ojos espirituales: esto le permite contemplar el mundo y las personas con la mirada de Dios, allí donde por el contrario, los demás “tienen ojos y no ven” (Sal 115,5; 135,16; cf. Jr 5,21), porque miran con los ojos de la carne”. La mirada fija en el Señor nos ayuda a aprender el modo de mirar, como él miró a Pedro para llamarle a su seguimiento o levantarle de su caída, al joven rico que no se decidió a seguirle, a las gentes que andaban como ovejas sin pastor… Y luego, para avivar su fe, cuando se aparece a los discípulos después de su resurrección, Jesús no les pide que miren su rostro, sino sus manos y sus pies, y que vean sus llagas de crucificado, teniendo siempre ante sus ojos su amor entregado hasta la muerte.

En el compromiso de amor incondicional a Cristo y a la humanidad, sobre todos a los pobres y a los que sufren fijos los ojos en el Señor, los ojos de la fe, para contemplar su figura tal como aparece en el Evangelio, os vais transformando por entero “en imagen de la divinidad”.

Fuente: Archidiócesis de Santiago de Compostela.

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