Domingo II del T. Ordinario C. "Las Bodas de Caná"

El episodio evangélico de las Bodas de Caná ha dado -a lo largo de los siglos- mucho que pensar a los cristianos. Al igual que otros textos del Evangelio, dicen más a nuestra cabeza y a nuestro corazón,
cuanto más nos adentramos en la escena. Invito a todos a hacer la prueba de releer despacio, cada día de esta semana, el fragmento del evangelio de hoy; a poco que lo meditéis, quedaréis maravillados de cuántas cosas os habla Dios desde esas páginas.

En primer lugar, los Apóstoles. Era el primer milagro que veían "y creció la fe de sus discípulos" en Jesús... Y fue porque estaban allí cerca, a su lado... También nosotros tenemos fe en Jesucristo, pero con frecuencia escasa: ¡cuánto necesitamos acrecer nuestra fe! La solución es no alejarnos de Jesús y, entonces, Él hará el milagro de transformar nuestras vacilaciones en fe firme, nuestras dudas en confianza, nuestro egoísmo en caridad; al igual que transformó el agua en vino. Después, está aquel
matrimonio que celebraba sus bodas, y que tuvo poca previsión en lo que se refiere a la bebida. ¿No os conmueve ver cómo Dios convierte, incluso nuestros defectos, en ocasión de manifestar su  omnipotencia y su amor por los hombres?... Como en aquella otra ocasión en que dio de comer a cinco mil, con cinco panes y dos peces. Que no nos falte la confianza en Jesús que tuvo la Santísima Virgen, para pedirle aquel favor, de manera que evitemos el desaliento por nuestros fracasos.

Y también los criados, que llenaron los cántaros de agua. Posiblemente les parecería un trabajo ridículo e infructuoso, porque eran tinajas de gran capacidad; pero lo que menos podían sospechar es el resultado sorprendente de aquella tarea. Si confiamos en Dios y hacemos su voluntad, también nosotros quedaremos asombrados de la eficacia de nuestra vida. El papel de la Madre de Jesús es muy destacado: "arranca" de la generosidad de Dios un milagro, cuando "no había llegado todavía
su hora". Al final de su vida, Jesucristo nos la dejó por Madre Nuestra, precisamente para que
alcance de Dios, para nosotros, las gracias que -tú y yo- no somos capaces de merecer por nosotros solos.

Y, por último, el Maestro, que se deja conmover por las súplicas de su madre y por la pena de aquellos dos recién casados el día de su boda. No será el único suceso, en la vida del Señor, nacido de sus sentimientos. Jesucristo no es indiferente a las tribulaciones y dolores humanos; unas veces lo notamos más, otras veces menos; pero siempre está cercano al que sufre.

Dios envió a su Hijo al mundo para nuestra salvación, y murió en la Cruz con el mismo fin.

¡Cómo va a despreocuparse luego de aquellos por quienes ha dado su vida entera!

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