Hacia la cultura del espíritu ante la cultura material

Al fijarnos en la realidad antropológica actual podemos percibir la imagen de un hombre obeso materialmente y anoréxico espiritualmente. Desde los distintos continentes llegan peregrinos con connotaciones propias pero con preocupaciones similares, buscando respuestas desde el Evangelio y la Tradición apostólica a las penúltimas o últimas preguntas que llevan dentro. De manera especial voy a referirme al peregrino de una Europa que nació peregrinando entorno a la memoria del Apóstol Santiago y que ha de transformarse en la “Europa del espíritu”.
Nuestra Europa se halla ante el reto de saber qué dirección tomar. Para ello necesita, además del talento y de la creatividad, nutrirse de sus propias raíces. Ellas son mucho más que los logros colectivos de la cristiandad medieval, reconocibles en sus artes, universidades, construcciones, hospitales, monasterios, iglesias, etc. Estas raíces no son bellas reliquias de un pasado, que, ahora, sin embargo, resultan inservibles y anticuadas para afrontar desafíos que son nuevos. Nuestras raíces son más universales y mucho más profundas.

Están bien afianzadas en la tierra, y se reconocen en el humus universal que es el ser humano. Por eso, ellas son las que nos pueden seguir indicando quiénes somos. Son raíces que se generaron en el encuentro de las civilizaciones comprendidas entre la antigua Mesopotamia y el Mediterráneo. En “nuestra” Biblia, se recorre toda una biblioteca milenaria con las huellas de todas las culturas de las que surgió Europa. Es, sin duda, el libro del que nace nuestra cultura y el que le da su fisonomía propia. Al calor de esta Palabra inspirada, germinó el valor del reconocimiento de la dignidad de la persona como tal, con independencia de cualquier circunstancia. Este valor fue clave, por ejemplo, durante la edad moderna para el reconocimiento del derecho de gentes de las tierras recién descubiertas en el nuevo mundo.

Cuánto más complejos son nuestros desafíos, más precisamos de raíces profundas; solo así, se podrán resolver con confianza, de modo que la altura socioeconómica de nuestro continente no ponga en riesgo la estabilidad de todo el árbol. Cuando una cultura sabe quién es, sabe mejor hacia dónde ir. Los desafíos que vivimos en Europa son una oportunidad que no podemos desperdiciar si los afrontamos desde el cimiento de valores que nos dieron origen y desarrollo.

Es obvio que no es cometido de la Iglesia dictar el desarrollo de la sociedad y de la cultura, aunque tampoco debe quedar al margen. Por otro lado, como institución no siempre hemos sabido interpretar todos los cambios  que mejoran nuestro continente; la desconfianza ante lo nuevo o lo sobrevenido velozmente a veces nos ha paralizado, sin prestar atención y secundar lo que escribía San Pablo: “Por lo demás, hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud o digno de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Flp 4,8). Así también nos lo recuerda el Papa: “Si dejamos que las dudas y temores sofoquen toda audacia, es posible, que, en lugar de ser creativos, simplemente nos quedemos cómodos y no provoquemos avance alguno y, en ese caso, no seremos partícipes de procesos históricos con nuestra cooperación, sino simplemente espectadores de un estancamiento infecundo de la Iglesia”.

Saludamos con alegría el desarrollo de nuestra identidad europea y la aportación de valores como son: la igualdad de derechos laborales entre hombres y mujeres, la mayor integración social de personas que, por su condición física o intelectual, o bien por su orientación sexual, sufrían marginación por parte de la sociedad, el creciente respeto por el medio ambiente, el compromiso valiente de muchas ONGs en defensa de los más débiles, especialmente, con los inmigrantes y también en su compromiso por la justicia en terceros países, manteniendo “en definitiva, la aspiración de establecer un sano equilibrio entre dimensión económica y social”31. Todos estos son avances que no deberían tener retroceso. En la medida en que contribuyen a reconocer la dignidad de las personas como tales, y, a promover la justicia social, favorecen asimismo el crecimiento del Reino de Dios.
Sin embargo, una Europa encerrada en sus intereses económicos, además de injusta con los demás pueblos de los que ella misma es deudora, también se asfixia a sí misma. No puede convertirse en una isla de bienestar social que hay que defender. Esto ni es realista ni sería justo. Precisamente, la injusticia que generamos en terceros países es el caldo de cultivo de la violencia que tememos. Somos una identidad cultural y de valores, capaces de ofrecer los auténticos valores que pueden humanizar otras culturas.

Para el viejo continente la odisea del héroe Ulises representa el retorno a la seguridad del hogar. Parece que este mito describe la actual obsesión de nuestra Europa, solo que, a diferencia de nuestro personaje, esta pesadilla por la seguridad y el bienestar la paraliza y le resta confianza en su propio porvenir.

La crisis demográfica que nubla el futuro, la banalización mediática de dimensiones tan importantes de la existencia, como la muerte o la misma sexualidad; el cuestionamiento de la institución familiar como tal, el miedo al extranjero, la desconfianza hacia las instituciones y entre los individuos, la parálisis ante el compromiso, son algunas de sus manifestaciones. Por otro lado, las ciencias, consideradas “en sí mismas”, son neutrales respecto a nuestra tradición cristiana. Sin embargo, los recursos con los que cuentan, la finalidad con la que se investiga o los destinatarios de su aplicación, necesitan de los referentes éticos y morales. La única ciencia -que es la real y concreta-, precisa horizontes más amplios que los de la aplicación inmediata o su rentabilidad.

También el campo educativo precisa de luces largas. Se necesitan profesionales cualificados, pero sin menoscabo de su formación humana integral, ni de su vocación de servicio a la sociedad, so pena de que la rentabilidad del mercado sea la que decida y determine su currículum y su perfil formativo, y la rentabilidad del individuo sea la única razón de ser de su trabajo.
Si la preparación laboral o académica estuviese solo configurada por la demanda de la empresa privada o pública, ¿qué instituciones del saber y de la cultura quedarán entonces que sean un referente que oriente a nuestra sociedad?

Hemos de trabajar por el bienestar de todos, pero procurando que no sea fuente de injusticia para nadie. Con esperanza hay que seguir buscando en la “nueva Europa del espíritu” que las condiciones laborales sean dignas, y que los horarios sean los adecuados para que permitan conciliar la vida profesional y familiar. Es una realidad que muchos jóvenes se ven forzados a emigrar para poder desempeñar el trabajo para el que se han preparado durante  años, o bien se ganan la vida en ocupaciones puntuales en condiciones de verdadera explotación.

En realidad, tampoco deja de ser víctima de la injusticia quien la provoca. El que está lucrándose gracias a la explotación de los demás, mutila su propia dignidad, y desperdicia la oportunidad de darle un sentido a su vida. Una vida para disfrutar y acumular, sin compartir, acaba siendo un sucedáneo de felicidad que no se traduce en la alegría que llega al corazón, ni da sentido a una vida.

La aplicación de las tecnologías supone también una oportunidad y un desafío ético para el mundo y para nuestra Europa. No es extraño que el Papa dijese que “los grandes sabios del pasado, en este contexto, correrían el riesgo de apagar su sabiduría en medio del ruido dispersivo de la información”38. La inmediatez y sobrecarga de las informaciones nos sustrae la perspectiva de los acontecimientos, y, lo que es peor, nos inmuniza frente al dolor ajeno. Acabamos confundiendo virtualidad y realidad. La tecnología nos permite conectar dispositivos, pero no siempre a las personas con su realidad. Por otro lado, la globalización que permite la tecnología, facilita que la Europa de los pueblos se vaya pareciendo a una planicie cultural: un adolescente de Varsovia, por ejemplo, prácticamente se confunde, por mimetismo, con otro de nuestra Galicia.

“Los medios actuales permiten que nos comuniquemos y compartamos conocimientos y afectos. Sin embargo, a veces también nos impiden tomar contacto directo con la angustia, con el temblor, con la alegría del otro y con la complejidad de su experiencia personal. Por eso no debería llamar la atención que, junto con la abrumadora oferta de estos productos, se desarrolle una profunda y melancólica insatisfacción en las  relaciones interpersonales, o un dañino aislamiento”. Cuanto más rápidos sean los cambios que experimentan nuestras sociedades, más necesidad tenemos del discernimiento para valorarlos. ¿Desde qué criterios decidimos ante los dilemas morales, personales o colectivos? ¿Qué lámpara acercaremos para saberlos descifrar? Somos ciudadanos, no dóciles consumidores obligados a armar en soledad o bien en el refugio doméstico, la arquitectura de nuestros propios valores, sin referentes comunitarios ni históricos. Para saber quién es el ser humano necesita siempre saber a quién pertenece. La dignidad del hombre es el eco de la trascendencia de Dios y no debe prevalecer una antropología sin Dios ni sin Cristo. Corremos el riesgo de volvernos individuos “light” para quienes la prioridad es surfear las complicaciones; individuos que se construyen una identidad en base a sus hábitos de consumo; individuos, en fin, que olvidan que “yo soy yo, pero yo no soy mío”.

Necesitamos de la lámpara del discernimiento. Podemos, tal vez, sin darnos cuenta, equiparar el valor incondicional de la persona con el absolutismo del individuo; la necesaria igualdad de derechos entre hombres y mujeres con una ideología del género que no se engloba única ni principalmente en el tema de los derechos de la mujer, sino más bien en el desplazamiento de la noción de libertad individual desde el “yo puedo hacer lo que quiera” al “yo puedo ser lo que quiera, con el agravante de que esa decisión autoafirmativa pretende imponer su aceptación por parte de los demás; la conveniente laicidad del Estado con el laicismo que anula los derechos religiosos en el ámbito público; el amor por la tierra y el medio ambiente con un ecologismo sin antropología ni justicia social. Será mejor pararnos y despertar nuestra conciencia, antes de que ella termine pensando, sin más, tal como se actúa en la práctica. En este horizonte Europa será el ágora de ciudadanos responsables que necesita.

En nuestra cultura, se publicitan los logros como si fuésemos los inventores del progreso, por fin, sin el lastre pesado de las tradiciones. Habrá que podar el árbol, pero no dejarlo sin raíces. De lo contrario, Europa podría ser una bella flor sostenida en un vaso de agua: una imagen hermosa sí, pero sin humus, ni vida por dentro: la comunidad del utilitarismo y del esteticismo, pero sin el cimiento de la verdad del ser humano. “¿No es motivo de sorpresa el que la Europa de hoy, mientras quiere presentarse como una comunidad de valores, conteste cada vez más el hecho de que haya valores universales y absolutos?".


+Mons. Julián Barrio Barrio
   Arzobispo de Santiago de Compostela

Fuente: Carta Pastoral en el Año Santo Compostelano 2021

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