Vida cristiana y sacramentos

Hasta 1858, la ciudad de Madrid solo disponía del agua que se extraía del subsuelo a través de 80 pozos, insuficientes para una población que iba en aumento. La carencia de agua tiene consecuencias muy graves y es causa de males aún mayores. Era urgente prevenir el futuro. La reina Isabel II, promovió la construcción del primer canal que traería las aguas desde el rio Lozoya hasta la capital.

Después, se fueron construyendo canales conforme fueron creciendo la población y las necesidades. Sin el agua de estos canales, la vida en Madrid no sería posible. Pasaría lo mismo con nuestra vida cristiana sin los sacramentos.

Los siete sacramentos instituidos por Jesucristo, los siete canales por donde transcurre la gracia de Dios, son imprescindibles en nuestra vida cristiana en la medida que van creciendo nuestras necesidades. Nacemos, y recibimos el Bautismo que nos hace hijos de Dios, a su imagen y semejanza, para que nos parezcamos a Él, para que seamos santos; cuando tenemos uso de razón, la Confesión para pedir perdón y limpiar nuestros pecados; después, el alimento de la Eucaristía, fuente y raíz de la vida de las mujeres y hombres cristianos; y, cuando somos un poco mayores, con mayores problemas, la Confirmación, sacramento en el que nos ratificamos que queremos ser de Cristo, recibiendo el Don del Espíritu Santo. Con estos cuatro sacramentos, con estos cuatro canales de gracia, ya tenemos la ayuda de Dios necesaria para servirle como Él quiere que le sirvamos y, si no cambiáramos de estado, ayuda suficiente hasta el final de la vida.

Pasa el tiempo y la vida se va complicando, pero Dios sigue atento a nuestras necesidades y, cuando alguien -elegido por Él desde la eternidad- responde a su llamada al sacerdocio y le dice que sí, instituye el sacramento del Orden, no solo para darle el poder de consagrar y perdonar los pecados, sino también para darle la gracia necesaria para vivir su ministerio y el celibato sacerdotal.

Algo parecido ocurre cuando un hombre y una mujer deciden crear una familia. Dios sabe que sin su ayuda ese hombre y esa mujer serían incapaces de asumir su participación en la obra creadora de Dios, y de entender y vivir que la finalidad de su unión es quererse, sin cansancio y sin descanso, toda la vida, para educar a sus hijos como hijos de Dios. Entonces instituye otro canal, el sacramento del matrimonio, que transmite gracias especiales a los cónyuges para que culminen con lucimiento los fines de su unión.

Y, por fin, cuando llega el final de la vida y vamos a dar un paso definitivo que no es -parece ser- precisamente apetecible, el Señor vuelve a apiadarse de nosotros –su misericordia es conmovedora- y nos Unge para llevarnos a la Vida eterna.

Volviendo atrás, los padres, en una familia, no están para hacer lo que se les ocurra con la mejor intención sino para hacer lo que Dios espera de ellos, porque están en juego ellos, sus hijos y muchas cosas esenciales. No basta con querer hacer las cosas bien; hay que aprender a hacerlas.

Pepe Landín


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