La primera papilla de frutas


Todos los padres tenemos la experiencia del caos total que supone dar la primera papilla de frutas a cualquiera de nuestros hijos; aunque siempre hay excepciones. La primera reacción del niño es escupir con potencia la primera cucharadita que tratamos que trague y ponernos perdidos hasta las cejas. Con paciencia recogemos lo que podemos e insistimos. El niño se defiende con manotazos y rigideces, pero al final, ganamos nosotros (y el niño), porque se la acaba comiendo. La pelea dura algunos días, pero al final nuestro hijo acaba aceptando el nuevo sabor, e incluso llega a gustarle.
El pediatra nos había hecho unas indicaciones que nosotros entendimos que había que seguir. Paralelamente a esto, seguimos con cierta aproximación todo lo concerniente a su higiene personal y a las horas de sueño. Sin darnos cuenta hemos comenzado la educación de nuestro hijo y, ante su primera rebeldía, hemos salido victoriosos: el niño come lo conveniente, se acuesta con puntualidad y su aseo personal es el indicado. Detrás de nuestro hacer hay un pediatra de confianza que nos da seguridad. Sería muy deseable que cuando terminara la misión del pediatra tuviéramos otro consejero que nos orientara cuando el niño vaya creciendo. Tenemos que aprender a educar.


Porque lo malo viene después, cuando el niño, naturalmente rebelde, se da cuenta de qué si insiste en sus caprichos, nosotros podemos terminar cediendo por debilidad, porque nos falta seguridad. Hemos de valorar en qué podemos ceder y en qué no. Llama mucho la atención el modo irrespetuosos y chabacano con que en estos tiempos algunos menores se dirigen a sus padres en público (¡cómo será en privado!), y cómo los mayores se sienten achantados por ellos. Habría que preguntarse cuando fue la primera vez que los padres no reaccionaron a tiempo. Debe ser tan natural que el niño se rebele como que sus padres no se lo consientan. Un refrán castellano nos recuerda: quien bien te quiere, te hará llorar. A mí me resulta penoso, contundente y premonitorio un dicho centroeuropeo que dice así: Niño que no llore de pequeño, hará llorar a sus padres de mayor. Pienso que sobran los comentarios.

Hagamos una reflexión: ¿cuántos años de aprendizaje necesita cualquier profesional, manual o intelectual, para realizar bien su trabajo? ¿cuánto tiempo dedicamos los padres a aprender a educar a nuestros hijos? No basta la buena intención de querer educar a nuestros hijos, es necesario saber educar bien. Recuerdo algo elemental, ¿sabemos que nuestros hijos no son para nosotros, sino nosotros para nuestros hijos y que nuestros hijos son para Dios?

Es sobre las virtudes humanas de siempre que hemos de inculcar en nuestros hijos, sobriedad, veracidad, laboriosidad, reciedumbre, orden, puntualidad, comprensión, honestidad, generosidad, constancia, entereza, paciencia…, sobre lo que se edifica un hombre con la fe, esperanza y caridad, virtudes teologales, que conducen al cielo.

Pepe Landín

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