Escribe el Párroco: "¡Que mujer, la cananea!"

El Evangelio suele narrar con cierta frecuencia que Jesús se alejaba de las poblaciones judías, allí donde se suponía que no lo conocían, para descansar y al mismo tiempo formar a sus discípulos. Esta vez se va a la región de Tiro y Sidón.

Son poblaciones de cananeos de cultura griega, pagana.

Sin embargo, la fama de Jesús también ha llegado allí. Una mujer cananea cree firmemente que el Rabí de Nazaret, de quien habla mucha gente, es el Mesías que esperan los judíos, desde hace mucho tiempo. Cree tan firmemente, que está convencida que si se encuentra con El curará a su hija acosada por un demonio muy malo, que la hace sufrir mucho. Se entera que está en el pueblo, lo busca y le suplica a gritos, con gran confianza, sin respetos humanos y sin miedo, la angustia de su corazón: “¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija está poseída cruelmente por el demonio”. San Agustín dice que esta mujer cananea “nos ofrece un ejemplo de humildad y un camino de piedad”. Jesús, al principio, parece que no le hace caso, pero ella, sigue diciendo San Agustín, “clamaba al Señor, que no escuchaba, pero que planeaba en silencio lo que iba a ejecutar”.

¡Qué mujer esta cananea!, ¡qué mujer de fe! No se da por vencida e insiste, porfiándole al Señor. Tanto, que los apóstoles intervienen pidiendo por ella al Señor, pero con poca rectitud de intención. - Atiéndela y que se vaya, porque viene gritando detrás de nosotros.

Debiéramos revisas nosotros nuestras peticiones por los hermanos, por las necesidades nuestras y de los demás, por las vocaciones, por aquel enfermo, etc. ¿Cuánta rectitud de intención hay en nuestras peticiones...? Podría traducirse así, el estado de nuestra alma: ”te amo porque me das o para que me des... o te amo, aunque no me des ni me vayas a dar”.

La cananea insiste: -¡Señor, ayúdame! La respuesta de Jesús suena muy dura: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos”. En aquel tiempo, los judíos llamaban despectivamente “perros” a los paganos, ya que el perro era un animal impuro.

Pero la mujer, no se enfada ni se manifiesta dolida por el tono de la respuesta. San Agustín comenta: “Reiteró su petición y, ante lo que parecía un insulto, demostró su humildad y alcanzó misericordia”.

«Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos».

Podemos traer aquí un luminoso comentario del Papa francisco: Podemos decir que es el amor lo que mueve la fe y la fe, por su parte, se convierte en el premio del amor. El amor conmovedor por la propia hija la induce a gritar: ‘¡Ten piedad de mí, ¡Señor, hijo de David!’. Y la fe perseverante en Jesús le permite no desanimarse ni siquiera ante su inicial rechazo”

La perseverancia en la súplica esperanzada de esta mujer, impresiona vivamente. En su oración brillan las características de la verdadera oración: fe, humildad, perseverancia y confianza. ¡La oración sincera es infaliblemente efectiva, Señor, porque Tú siempre me escuchas!.

O como enseña san Josemaría: a veces “imaginamos que el Señor, además, no nos escucha, que andamos engañados, que sólo se oye el monólogo de nuestra voz. Como sin apoyo sobre la tierra y abandonados del cielo, nos encontramos (…) Con la tozudez de la cananea, nos postramos rendidamente como ella, que le adoró, implorando: ‘Señor, socórreme’. Desaparecerá la oscuridad, superada por la luz del Amor (…). Nuestro Señor quiere que contemos con Él, para todo: vemos con evidencia que sin Él nada podemos, y que con Él podemos todas las cosas”. Jesús alaba por su fe, a la cananea: ¡«Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas»!

+Monseñor Don Samuel G. T.
Párroco de San Ginés de Padriñán


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