El pan que baja del cielo

 “Yo soy el pan vivo”. En este profundo y bello discurso, el Señor nos llama a no murmurar delante de las cosas que no comprendemos y a dejarnos conquistar por la lógica divina de la fe, que nos invita a admirarnos ante el gran sacramento de la Eucaristía.

En el evangelio de hoy San Juan nos presenta el discurso del Pan de Vida justo después del milagro, donde se ve el señorío de Jesús sobre la naturaleza, delante de una multitud.

Algunos judíos murmuran y critican fuertemente a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo». Ante esta critica Jesús va aprovechar para explicar que lo importante no es el alimento que fortalece la vida terrena sino el pan bajado del cielo que sirve para la vida eterna. En la explicación se identifica con ese pan bajado del cielo. Piensan que esa afirmación rompe los moldes de lo normal y raya con lo absurdo e incluso una ofensa a Dios. Esta murmuración no es nueva, ya lo habían hecho en el desierto con su libertador de la esclavitud,

Moisés. Moisés les prometió un pan bajado del cielo para alimentarlos en el camino hacia la tierra prometida mientras estuvieran en el desierto.

Pero faltó al pueblo elegido mirar con los ojos de Dios, les faltó más fe y después de aprovecharlo por unos días comenzaron a quejarse, añorando el alimento que tenían cuando eran esclavos en Egipto, en apariencia más atrayente: “Se echaron a llorar los hijos de Israel diciendo: —¿Quién nos dará carne para comer? Nos acordamos del pescado que estaríamos comiendo de balde en Egipto, y de los pepinos, las sandías, los puerros, las cebollas y los ajos, pero ahora nuestra alma está reseca; no vemos nada más que maná”. Y Dios les dio carne. Pero tampoco eso les satisfizo. Poco tiempo después volvió la murmuración y la crítica. Eran incapaces de valorar la nueva dignidad de hijos de un pueblo liberado, el don precioso de los hijos de Dios. Dios les preparaba para el don divino de la Eucaristía.

Les falto fe y obediencia.

Estos que están delante de Jesús les falta visión de fe no van más allá de lo que ven sus ojos; sus almas no pueden fascinarse con la presencia de lo sobrenatural de un nuevo pan. Seguían amarrados a lo terreno, con todos sus placeres y limitaciones y no supieron descubrir el sentido sobrenatural que se encerraba en el don del maná, que era solo símbolo y signo de la Eucaristía.

Es bonito observar cómo Jesús es cada vez más explícito en identificarse a Sí mismo con el pan, que por eso es pan de Vida eterna. Y afirma “este es el pan...”, “yo soy el pan...”, “el pan es mi carne”.

Es esta una ocasión estupenda para crecer en la fe, veneración y adoración a la Eucaristía. Inclinarnos sencilla y devotamente ante el misterio de la presencia real de Jesús, tal como nos enseñó en innumerables ocasiones san Josemaría:

“Considera lo más hermoso y grande de la tierra..., lo que place al entendimiento y a las otras potencias..., y lo que es recreo de la carne y de los sentidos... Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. —Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas..., nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! —¡tuyo! — tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa... y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía”. (Camino, 432).

+Monseñor D. Samuel García Tacón



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