En el principio era el Verbo

En estas fiestas de Navidad estamos meditando con gozo los relatos, llenos de colorido, con que los Evangelios nos hablan del nacimiento de Jesús. Pero también se presentan a nuestra consideración textos como el de hoy, que nos invita a elevarnos por encima de los detalles anecdóticos y pintorescos, para contemplar lo que implica el misterio del Nacimiento de Jesucristo y comprender mejor su significado y las consecuencias que tiene para nuestra vida. Estamos ante un texto admirable, donde se sintetizan armónicamente los fundamentos de nuestra fe.

“En el principio existía el Verbo”: El Verbo (o la Palabra) no es una criatura, sino alguien que existía desde toda la eternidad. “Y el Verbo estaba junto a Dios (ho Theós)”: se trata, pues, de una persona distinta de aquella a la que en el texto griego se denomina ho Theós, con artículo, y que se refiere al Padre, origen de todo. Pero esa persona, distinta del Padre, también desde el principio “era Dios” (v. 1), compartía su misma naturaleza. El texto del Evangelio nos va introduciendo así en la intimidad de la Trinidad: una única naturaleza divina, en la que hay una distinción de personas. De momento, se nos habla de aquella de la que todo procede (ho Theós), y del Verbo. A continuación, rememorando el capítulo primero del libro del Génesis, el relato de la creación del mundo en siete días, se explicita lo que allí se decía de modo sencillo, pero muy profundo. En ese relato, cada uno de los días se inicia así: “Dijo Dios… (haya luz, haya firmamento, brote la tierra hierba verde, etc.)”, y lo que Dios dice, inmediatamente se hace: “y así fue”. Es decir, Dios crea todo cuanto existe articulando su Palabra, mediante su Verbo. Por eso ahora se indica que “todo se hizo por él (por el Verbo), y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho” (v.3).

Pues bien, y aquí está lo más grandioso de lo que Dios quiso hacer en la plenitud de los tiempos, la novedad sorprendente e inaudita, “el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (v. 14a). Esa persona divina que es el Verbo asumió una naturaleza humana, de modo que, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre, como cada uno nosotros. Se encarnó en una persona concreta y tangible: Jesús. Las palabras del evangelio de Juan tienen toda la fuerza del testigo ocular: “hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (v.14b). “No es la palabra erudita de un rabino o de un doctor de la ley –señala Benedicto XVI–, sino el testimonio apasionado de un humilde pescador que, atraído en su juventud por Jesús de Nazaret, en los tres años de vida común con él y con los demás Apóstoles, experimentó su amor –hasta el punto de definirse a sí mismo ‘el discípulo al que Jesús amaba’–, lo vio morir en la cruz y aparecerse resucitado, y junto con los demás recibió su Espíritu. De toda esta experiencia, meditada en su corazón, san Juan sacó una certeza íntima: Jesús es la Sabiduría de Dios encarnada, es su Palabra eterna, que se hizo hombre mortal” (Benedicto XVI, Ángelus 4 de enero de 2009).

Todo esto nos muestra, como lo hace notar san Josemaría, que “el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima” (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84). ].

En todos los momentos de su vida, también como niño en el pesebre de Belén, Jesús nos da a conocer la bondad, sabiduría, misericordia, ternura y grandeza de Dios. “A Dios nadie lo ha visto jamás; el Unigénito, Dios, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer” (v. 18).

+Monseñor D. Samuel García Tacón

Párroco de San Ginés de Padriñán



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