Contemplar, dolor, amor

Tres palabras llenan de sentido lo que ha de ser la actitud ante la Semana Santa de aquellos que, como buenos hijos de Dios, como cristianos auténticos, quieren vivir con plenitud esos días: Contemplar. Dolor. Amar. 

Contemplar

Sic nos amantem quis non redamaret?

A quien así nos ama, ¿quién no le amará ?

Lo entonábamos hace unas semanas cuando celebrábamos el Nacimiento del Señor. Y adivinábamos el cariño que se encerraba en este acontecimiento cuando cantábamos también que "vino a la tierra para padecer". Ahora, cuando ponemos nuestra mirada en la Pasión y Muerte del Señor queremos contemplar a fondo este acontecimiento y para ello nos fijamos en esas imágenes de Jesús Nazareno camino del Calvario, Clavado en la Cruz y Yacente esperando su prometida Resurrección. Imágenes que nos resultan tan familiares a quienes somos hermanos en la Cofradía del Nazareno y Santo Sepulcro de Sanxenxo

En la Catedral de Segovia se encuentra una de ellas, una conmovedora imagen de un Cristo Yacente de Gregario Hernández, y a su vera unas cartelas con estos sugerentes versos:

Tú que pasas por aquí

Mira y contempla mis llagas y verás que mal me pagas

Lo que por ti padecí Mi pecado os puso así

Llagado y muerto mi Dios

Tenga yo piedad de vos y vos tenedla de mí

Dolor. Pedir perdón.

Es este el primer movimiento hacia el Señor de quien sabe descubrir, desde la contemplación amorosa, en ese retablo de dolores que es su maltratado Cuerpo, lo que supone para Jesús el pecado, los pecados, de la Humanidad , y quiere comenzar a dar una respuesta de amor.

Tenemos que aprender a pedir perdón y a veces es el mismo Jesús quien nos enseña.

Basta recordar a este propósito la parábola del hijo pródigo y como espera su retomo para recibirle con los brazos abiertos: un hecho que se repite cada vez que nos acercamos al Sacramento de la Reconciliación. En otras ocasiones se sirve de otros para que aprendamos. Como testigo de uno de estos momentos lo cuento.

Viajaba por carreteras de Portugal cuando paré a repostar en una gasolinera y observé que en la puerta de la cafetería se encontraba un matrimonio relativamente joven con dos hijos de corta edad: no llegaría a los 5 años el más pequeño y a los 7 el mayor. Algo había hecho mal el menor, pues su padre con cara seria lo cogió de la mano, recorrió unos cuantos metros, abrió la puerta del coche, dejó al crío dentro y volvió al lugar donde estaban la madre y el hermano mayor. Al poco tiempo, regresó el padre al coche, abrió la puerta, y salió el crío llorando a moco tendido. Caminaba abrazado a la pierna de su padre y repetía una y otra vez: "¡Abrázame!, ¡abrázame!..." Inmediatamente pensé en aquel padre del hijo pródigo que le está esperando para abrazarle y comérselo a besos. ¡Qué bonito acto de contrición! Era lo único que pedía ¡Abrázame! ese niño. Cuando llegó a la altura de su madre, se acercó a él, como para consolarle y su hermano mayor para ofrecerle un dulce que llevaba en la mano.

¡Qué distinto comportamiento al del hermano mayor de la parábola que se queja de la acogida del padre al hijo que le había abandonado! Sin embargo, el pequeño protagonista de nuestra historia no se dio por enterado del detalle de su hermano mayor, pues seguía con lo único que en aquel momento le importaba, que su padre le abrazase.

Qué bonito acto de contrición, de manifestación de dolor de amor: el "¡Abrázame!", que recuerda aquel día en el que Pedro, asombrado de la pesca milagrosa que había realizado siguiendo el mandato del Maestro, se echó a los pies de Jesús diciendo: Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador. Aunque inmediatamente, porque Jesús se lo pide, sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron. "¡Abrázame, Señor y que te siga de cerca!", dejando todo lo que me aparte de ti. Qué buen propósito para repetirlo cada vez que por la razón que sea, nos alejemos de Él.

Amar

La contemplación, sabe descubrir el amor de Dios que se encierra en todos los acontecimientos que vamos a recordar en los días de la Semana Santa, Ese dolor de amor que lleva al arrepentimiento, debería movemos, no necesitaríamos otros motivos, aunque los haya y abundantes, para  decidirnos ya, de una vez por todas, a llenar de amor a Dios todos los instantes de nuestra vida. Que bien lo expresa aquel Soneto tan conocido y de autor anónimo:

No me mueve, mi Dios, para quererte el

cielo que me tienes prometido,

ni me mueve el infierno tan temido para

dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte

clavado en una cruz y escarnecido,

muéveme ver tu cuerpo tan herido,

muéveme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal

manera, que aunque no hubiera cielo,

yo te amara, y aunque no hubiera

infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera, pues aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera.

Acerquémonos a estas realidades de la mano de la que es Virgen Dolorosa por las consecuencias del trato que damos tantas veces a su Hijo. Ella no deja de ser Misericordiosa con esos otros hijos de quienes Jesús la ha hecho Madre con una definitiva manifestación de amor desde la Cruz Madre ahí tienes a tu hijo, hijo, ahí tienes a tu Madre.

Realmente se confirman así esas palabras, que son recogidas por Juan, el discípulo amado y que podemos leer en su Evangelio: Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasa r de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Y hacen muy actual aquellos versos con los que iniciábamos estas consideraciones: A quien así nos ama, ¿quién no le amará?

+ D. José Ramón Bascaran



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