Procesión y peregrinación. Metáforas de la vida

El historiador de las religiones Mircea Eliade definió al hombre arcaico como un “homo religiosus”. Toda su vida estaba marcada por la vivencia de lo sagrado, expresada a través de hierofanías (manifestaciones sagradas), de relatos mitológicos y de símbolos. El simbolismo, a través de sus múltiples formas, ha formado parte de la vida del hombre a lo largo de toda la historia de la cultura.

Hasta el punto de que un filósofo contemporáneo como Ernst Cassirer definió al hombre como un “animal simbólico”, elaborando una amplia filosofía de las formas simbólicas para expresar uno de los rasgos característicos de nuestra existencia y modo de conocimiento.

Todas las religiones han utilizado símbolos, metáforas y analogías para referirse a las realidades sagradas, superando de este modo las limitaciones del lenguaje ordinario. Por esta razón, la hermenéutica simbólica ha sido una parte central de la tarea de los filósofos y teólogos que indagaban en el sentido de los textos sagrados y de aquellos elementos rituales que se incorporaron a la práctica religiosa. Puede que, en ocasiones, se pierda o se desconozca el sentido original de un símbolo religioso. O incluso puede suceder que a fuerza de uso la potencia simbólica se erosione o desaparezca de la conciencia del creyente, a semejanza de lo que sucede con el relieve de una moneda que al pasar de mano en mano se vuelve borrosa y pierde la nitidez de sus perfiles. Hay símbolos tan elocuentes como el agua, utilizados en el ritual del bautismo cristiano o hindú, cuyo sentido puede comprenderse intuitivamente. El agua es fuente de vida y, a la vez, limpia y purifica. Pero no siempre el sentido simbólico de un ritual religioso resulta evidente. Puede ser el caso del simbolismo inherente a la peregrinación y a la procesión.

Todas las grandes culturas conocen y practican desde antiguo la peregrinación, entendida como el viaje realizado para visitar un santuario o lugar sagrado. Normalmente se trata de recorrer un largo camino, dejando atrás la comodidad del hogar y enfrentándose a las incomodidades y también a los peligros de la ruta hasta alcanzar la meta. Los judíos acudían desde antiguo a visitar el templo de Jerusalén; los musulmanes cumplen con el mandato de peregrinar a la Meca, por lo menos una vez en la vida, de acuerdo con sus posibilidades y medios. Y los cristianos peregrinan desde la antigüedad a Jerusalén y Roma, y desde el medievo a Santiago de Compostela, meta del camino de peregrinación que ha experimentado un mayor crecimiento en la época contemporánea.

También la procesión es un rito presente desde la antigüedad en todas las grandes culturas y religiones, atestiguada ya en Mesopotamia, el Antiguo Egipto, así como en Grecia y Roma. Para los cristianos la procesión conforma uno de los cultos en el exterior del templo más importantes. De alguna forma, la procesión nos recuerda a la peregrinación porque tiene como base el caminar con un sentido religioso. De hecho, este es el sentido de la etimología del término “procesión”, que procede de la palabra latina “processio – processionis”, cuyo significado original era avanzar, pero que a partir del siglo IV d C. adquiere el sentido actual de “salida solemne de un cortejo que avanza”. Su imagen intuitiva es la de una peregrinación “en miniatura”, ritualizada. Aunque ofrece algunos aspectos diferenciales con respecto a ella.

En la procesión los creyentes caminan juntos, al unísono, de tal manera que se simboliza la unidad de la comunidad de creyentes, un aspecto que no siempre se da en la peregrinación, pues el peregrino puede caminar solo. En realidad, aunque camine en grupo, el peregrino siempre acaba hallando un momento de soledad y recogimiento para encontrarse consigo mismo y con Dios. Como es natural, este doble encuentro es solidario con el encuentro con el hermano que peregrina a su lado, compartiendo con él las vicisitudes del camino.

Quien viaja a un lugar consagrado para visitar un santuario tiene la vista puesta en la meta. En la procesión no solo es importante la meta sino el propio camino. En muchas ocasiones el templo es el punto de partida y llegada, por lo que lo verdaderamente relevante es el itinerario que la comunidad recorre lentamente, rezando o cantando, como homenaje a una figura, signo, personaje o misterio sagrado. Puede compartir, eso sí, el mismo sentido penitencial, devocional o de súplica de la peregrinación, pero con un fuerte sentimiento de hermandad que aporta el caminar en largas filas, sintiéndose comunidad, sintiéndose “un pueblo que camina”.

Otra de las diferencias es que la procesión, más que la peregrinación, se desarrolla de un modo programado y estructurado. Se reúne primero la asamblea de creyentes en el templo, antes de procesionar, se avanza después por un itinerario establecido, a veces con sus paradas rituales prefijadas, y se regresa a la meta que, como he dicho, puede ser el punto de partida. Esta estructura es deseable también para la peregrinación, pero ésta se ha convertido en muchos casos en un fenómeno de masas y no siempre existe esa estructura devocional que implica una preparación previa, normalmente en grupos parroquiales, y un programa preestablecido para el itinerario y la meta.

En el contexto cristiano, tanto la peregrinación como la procesión responden a un sentido bíblico que autores como San Agustín se encargaron fundamentar desde el punto de vista doctrinal, al recordarnos que somos peregrinos en la tierra, que nuestro paso por este mundo es un tránsito fugaz hacia la morada definitiva que es la Ciudad de Dios, la patria celestial. “La ciudad que ahora habitamos no es definitiva, sino que buscamos una para el futuro” (Heb 13: 14). Y en otro lugar podemos leer que somos “extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Heb 11:13). Por eso debemos abandonar la vida sedentaria, la comodidad del hogar y “ponernos en camino”, una metáfora que hallamos asociada al perdón en la parábola del hijo pródigo: “me pondré en camino a dónde está mi padre” (Lc.15, 11-32)

En realidad, es la propia Iglesia la que es peregrina. La Iglesia es peregrina porque vive un tiempo de espera, al igual que el creyente. Un tiempo que adquiere un sentido pleno cuando se orienta hacia la vida futura. El hombre puede, desde luego, aferrarse a las cosas de este mundo, pero a la postre se encontrará vacío porque nuestro ser no está hecho para la inmanencia sino para la trascendencia. La verdadera libertad y felicidad es la que intenta cumplir la esencia de nuestro ser. Es esta búsqueda incesante de la autenticidad de nuestra esencia la que invita al peregrino, y también al creyente que procesiona, a caminar en pos de un sentido superior. A ambos los mueve la fe y un deseo ferviente de alcanzar “el camino de la Verdad que da sentido a todos los caminos, abre el horizonte de la Vida y desvela la respuesta auténtica a la pregunta sobre el origen, el sentido y el destino del hombre”1.

Así pues, gracias a ambas experiencias el creyente descubre que el camino más arduo no se encuentra en ningún lugar de la geografía física sino en ese itinerario íntimo que conduce a la verdad. Una opción decidida y comprometida, ajena por completo a cualquier tipo de huida de la realidad. Al contrario, el creyente aspira, de una forma esperanzada, a alcanzar la verdadera realidad, el verdadero sentido del mundo y de sí mismo. Por ello, la meta de su caminar sobre la tierra no termina en un determinado punto, aunque aparentemente se dirija hacia él.

Su destino y también su condición está marcada por el camino, por el incesante peregrinar hacia una meta que, no obstante, no resta valor al camino.

1 - BARRIO BARRIO, J.: Peregrinar en espíritu y verdad. Escritos jacobeos, Instituto Teológico Compostelano, 2004, pp. 66-67.

D. Marcelino Agís

Enlaces Parroquiales

Parroquia San Gines de Padriñan. Comunidad Parroquial.

"TRANSFORMANDO EL MUNDO HACIENDO IGLESIA"