¡Domine! Doce nos orare

 A san Josemaría le conmovía la escena que nos narra este pasaje del Evangelio: “Jesús convive con sus discípulos, los conoce, contesta a sus preguntas, resuelve sus dudas. Es sí, el Rabbí, el Maestro que habla con autoridad, el Mesías enviado de Dios. Pero es a la vez asequible, cercano. Un día Jesús se retira en oración; los discípulos se encontraban cerca, quizá mirándole e intentando adivinar sus palabras. Cuando Jesús vuelve, uno de ellos pregunta: Domine, doce nos orare, sicut docuit et Ioannes discípulas suyos; enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos”.

¿Cómo se notaría la intensidad de la oración de Jesús que los discípulos se sienten atraídos, pero no quieren molestar?

Jesús responde con naturalidad, enseñándoles con sencillez a unirse a su oración: “Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino” (v. 2). Lo primero, es dirigirse a Dios como “Padre” porque somos hijos de Dios. La consideración de nuestra filiación divina establece el tono apropiado a la oración, que no es otra cosa que un diálogo confiado de un hijo con un padre que lo ama con ternura. Jesús, el Hijo que habla con su Padre, comparte con sus discípulos y con nosotros, los sentimientos que lleva en lo más profundo de su corazón y que son el tema de su oración y de la nuestra. Primero, “santificado sea tu Nombre”. Dios no necesita que se lo recordemos, pero a nosotros nos viene muy bien reconocerlo, para no olvidarnos de donde está la fuente y el origen de toda santidad. Después añade “venga tu Reino”, esto es, el deseo de que Dios reine en todas las almas para que sean felices y se salven. También en este caso, Él es el primer interesado en que esto sea una realidad, pero cuenta con nuestra insistencia y con que pongamos los medios para ayudarle a reinar en todos los corazones y en el mundo.

Sugiere, a continuación, realizar tres peticiones para implorar lo que más necesitamos para el presente, relativo al pasado y en orden al futuro. Primero: “Sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano” (v. 3). Solicitamos a Dios el alimento diario de cada jornada, la posesión austera de lo necesario, lejos de la opulencia y de la miseria (cfr. Pr 30,8). Los Santos Padres han visto en el pan que se pide aquí no sólo el alimento material, sino también la Eucaristía, sin la cual no podemos vivir como verdaderos cristianos. La Iglesia nos lo ofrece diariamente en la Santa Misa, ¡ojalá aprendiéramos a valorarlo y a encontrar ahí la fortaleza para todo nuestro día! En la segunda petición de esta serie, “perdónanos nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe” (v. 4), imploramos que descargue nuestra conciencia de todo lo que la oprime. El Señor sabe que somos débiles. Por eso nos invita a ser sencillos para reconocer nuestros errores, limitaciones y pecados, a pedir perdón, y a desagraviar por ellos con mucho amor.

Por último, Jesús nos sugiere pedir a Dios que no nos ponga en tentación (cfr. v. 4). ¿Qué queremos decir exactamente al realizar esa petición? Es como un desahogo filial de un hijo que abre su corazón al Padre. Benedicto XVI comenta que en esa petición decimos a Dios: “Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, si –como en el caso de Job– das una cierta libertad al Maligno, entonces piensa, por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea desmedidamente ardua para mí (…) Pronunciamos esta petición con la confiada certeza que san Pablo nos ofrece en sus palabras: ‘Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; al contrario, con la tentación os dará fuerzas suficientes para resistir a ella’ (1Co 10, 13).

+ Monseñor D. Samuel García Tacón

Párroco de San Ginés de Padriñán



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