Domingo 22 Tiempo Ordinario A


El Evangelio resulta siempre sorprendente. El mismo capítulo en que san Mateo recoge la maravillosa confesión pública de Pedro -"Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo"-, nos muestra el anuncio que Jesús hace de su muerte afrentosa.
Parece lo menos apropiado, tras la confesión de su divinidad. Pero así debió de ocurrir, porque Pedro -el mismo que había confesado que era Dios- intenta disuadirle de semejante futuro, y recibe una reprimenda de primer orden por parte de Jesús: «¡Quítate de mi vista, satanás, que me eres tropiezo..!".
En tantas ocasiones, los planes de Dios no coinciden con los puntos de vista humanos. Los hombres buscamos ansiosamente la felicidad terrena y Dios tiene miras más elevadas y eternas. Por eso, para enderezar los pensamientos humanos hacia derroteros más acertados, el Señor enuncia unos criterios fundamentales para encontrar la felicidad verdadera: "El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga"; "si uno quiere salvar su vida, la perderá,- pero el que la pierda por mí, la encontrara".
Es inútil esforzarse en entenderlo con argumentos humanos. Sólo desde la fe, y una fe viva, puede el hombre hacerse cargo de que esas palabras suponen una "invitación": la invitación a una felicidad que no es de este mundo, sino participación en la vida bienaventurada y eterna de Dios mismo.
Por supuesto, el hombre puede creer y seguir a Jesucristo, o no: para eso es libre. Pero quien va buscando solo su satisfacción personal y egoísta, no deberá quejarse, luego, del resultado. Ya en esta vida terrena se comprueba que la felicidad no depende demasiado de riquezas y bienes.
"Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado" (sanjosemaría, Surco 795). Y el amor -el verdadero amor- siempre es generoso; conduce a gastar la vida por los demás. Exactamente como decía Jesús a los Apóstoles.
El dolor que supone compartir las penas del prójimo; el desgaste del trabajo diario para sacar adelante una familia; la paciencia con los defectos ajenos, que hace más amable la sociedad; el control del propio genio (mejor, del mal genio); no juzgar a los demás si no hay necesidad; y tantos otros sacrificios que se acumulan en la vida.., nunca son cosa inútil: nos van haciendo morir a nosotros mismos y, en esa medida, nacer a la vida eterna
El pasaje del Evangelio concluye con la promesa de Jesucristo, que vendrá como juez "y pagará a cada uno según su conducta". Nos conviene mucho no olvidarlo y, por desgracia, nos olvidamos bastante de ello. Aun así: siempre estamos en condiciones de recomenzar, y aprender a buscar el sacrificio personal -una vez más- con el fin de facilitar la vida a los demás.
PALABRA
Manuel Ordeig
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