«Por sus llagas habéis sido curados» (1 P 2, 24)
La Iglesia propone la Jornada Mundial del Enfermo como una ocasión propicia para reflexionar sobre el misterio del sufrimiento y para hacer a nuestras comunidades y a la sociedad más sensibles hacia los enfermos. Es un día especial para la Iglesia Universal y para la Pastoral de la Salud.
MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI PARA LA XIX JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
Queridos hermanos y hermanas:
Cada año, en el aniversario de la memoria de Nuestra Señora de Lourdes, que se celebra el 11 de febrero, la Iglesia propone la Jornada mundial del enfermo. Esta circunstancia, como quiso el venerable Juan Pablo II, se convierte en una ocasión propicia para reflexionar sobre el misterio del sufrimiento y, sobre todo, para sensibilizar más a nuestras comunidades y a la sociedad civil con respecto a los hermanos y las hermanas enfermos. Si cada hombre es hermano nuestro, con mayor razón el débil, el que sufre y el necesitado de cuidados deben estar en el centro de nuestra atención, para que ninguno de ellos se sienta olvidado o marginado. De hecho, «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana» (Spe salvi, 38). Las iniciativas que se promuevan en cada diócesis con ocasión de esta Jornada deben servir de estímulo para hacer cada vez más eficaz la asistencia a los que sufren, también de cara a la celebración de modo solemne, que tendrá lugar, en 2013, en el santuario mariano de Altötting, en Alemania.
1. Llevo aún en el corazón el momento en que, en el transcurso de la visita pastoral a Turín, pude permanecer en reflexión y oración ante la Sábana Santa, ante ese rostro sufriente, que nos invita a meditar sobre Aquel que llevó sobre sí la pasión del hombre de todo tiempo y de todo lugar, también nuestros sufrimientos, nuestras dificultades y nuestros pecados. ¡Cuántos fieles, a lo largo de la historia, han pasado ante ese lienzo sepulcral, que envolvió el cuerpo de un hombre crucificado, que corresponde en todo a lo que los Evangelios nos transmiten sobre la pasión y muerte de Jesús! Contemplarlo es una invitación a reflexionar sobre lo que escribe san Pedro: «Por sus llagas habéis sido curados» (1 P 2, 24). El Hijo de Dios sufrió, murió, pero resucitó, y precisamente por esto esas llagas se convierten en el signo de nuestra redención, del perdón y de la reconciliación con el Padre; sin embargo, también se convierten en un banco de prueba para la fe de los discípulos y para nuestra fe: cada vez que el Señor habla de su pasión y muerte, ellos no comprenden, rechazan, se oponen. Para ellos, como para nosotros, el sufrimiento está siempre lleno de misterio, es difícil de aceptar y de soportar. Los dos discípulos de Emaús caminan tristes por los acontecimientos sucedidos aquellos días en Jerusalén, y sólo cuando el Resucitado recorre el camino con ellos se abren a una visión nueva (cf. Lc 24, 13-31). También al apóstol Tomás le cuesta creer en el camino de la pasión redentora: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos; si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» (Jn 20, 25). Pero frente a Cristo que muestra sus llagas, su respuesta se transforma en una conmovedora profesión de fe: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Lo que antes era un obstáculo insuperable, porque era signo del aparente fracaso de Jesús, se convierte, en el encuentro con el Resucitado, en la prueba de un amor victorioso: «Sólo un Dios que nos ama hasta tomar sobre sí nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el inocente, es digno de fe» (Mensaje Urbi et orbi, Pascua de 2007).
2. Queridos enfermos y personas que sufren, es precisamente a través de las llagas de Cristo como nosotros podemos ver, con ojos de esperanza, todos los males que afligen a la humanidad. Al resucitar, el Señor no eliminó el sufrimiento ni el mal del mundo, sino que los venció de raíz. A la prepotencia del mal opuso la omnipotencia de su Amor. Así nos indicó que el camino de la paz y de la alegría es el Amor: «Como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Cristo, vencedor de la muerte, está vivo en medio de nosotros. Y mientras, con santo Tomás, decimos también nosotros: «¡Señor mío y Dios mío!», sigamos a nuestro Maestro en la disponibilidad a dar la vida por nuestros hermanos (cf. 1 Jn 3, 16), siendo así mensajeros de una alegría que no teme el dolor, la alegría de la Resurrección.
San Bernardo afirma: «Dios no puede padecer, pero puede compadecer». Dios, la Verdad y el Amor en persona, quiso sufrir por nosotros y con nosotros; se hizo hombre para poder com-padecer con el hombre, de modo real, en carne y sangre. Por eso, en cada sufrimiento humano ha entrado Uno que comparte el sufrimiento y la paciencia; en cada sufrimiento se difunde la con-solatio, la consolación del amor partícipe de Dios para hacer que brille la estrella de la esperanza (cf. Spe salvi, 39).
A vosotros, queridos hermanos y hermanas os repito este mensaje, para que seáis testigos de él a través de vuestro sufrimiento, vuestra vida y vuestra fe.
3. Con vistas a la cita de Madrid, el próximo mes de agosto de 2011, para la Jornada mundial de la juventud, quiero dirigir también un pensamiento en particular a los jóvenes, especialmente a aquellos que viven la experiencia de la enfermedad. A menudo la pasión, la cruz de Jesús dan miedo, porque parecen ser la negación de la vida. En realidad, es exactamente al contrario. La cruz es el «sí» de Dios al hombre, la expresión más alta y más intensa de su amor y la fuente de la que brota la vida eterna. Del corazón traspasado de Jesús brotó esta vida divina. Sólo él es capaz de liberar al mundo del mal y de hacer crecer su reino de justicia, de paz y de amor, al que todos aspiramos (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la juventud de 2011, n. 3). Queridos jóvenes, aprended a «ver» y a «encontrar» a Jesús en la Eucaristía, donde está presente de modo real por nosotros, hasta el punto de hacerse alimento para el camino, pero también sabedlo reconocer y servir en los pobres, en los enfermos, en los hermanos que sufren y atraviesan dificultades, los cuales necesitan vuestra ayuda (cf. ib., 4).
A todos vosotros, jóvenes, enfermos y sanos, os repito la invitación a crear puentes de amor y de solidaridad, para que nadie se sienta solo, sino cerca de Dios y parte de la gran familia de sus hijos (cf. Audiencia general, 15 de noviembre de 2006).
4. Contemplando las llagas de Jesús, nuestra mirada se dirige a su Corazón sacratísimo, en el que se manifiesta en sumo grado el amor de Dios. El Sagrado Corazón es Cristo crucificado, con el costado abierto por la lanza del que brotan sangre y agua (cf. Jn 19, 34), «símbolo de los sacramentos de la Iglesia, para que todos los hombres, atraídos al Corazón del Salvador, beban con alegría de la fuente perenne de la salvación» (Misal Romano, Prefacio de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús). Especialmente vosotros, queridos enfermos, sentid la cercanía de este Corazón lleno de amor y bebed con fe y alegría de esta fuente, rezando: «Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. Oh buen Jesús, escúchame. En tus llagas, escóndeme» (Oración de san Ignacio de Loyola).
5. Al final de este Mensaje para la próxima Jornada mundial del enfermo, deseo expresar mi afecto a todos y a cada uno, sintiéndome partícipe de los sufrimientos y de las esperanzas que vivís diariamente en unión con Cristo crucificado y resucitado, para que os dé la paz y la curación del corazón. Que junto con él vele a vuestro lado la Virgen María, a la que invocamos con confianza Salud de los enfermos y Consoladora de los afligidos. Al pie de la cruz se realiza para ella la profecía de Simeón: su corazón de Madre es traspasado (cf. Lc 2, 35). Desde el abismo de su dolor, participación en el del Hijo, María fue capaz de acoger la nueva misión: ser la Madre de Cristo en sus miembros. En la hora de la cruz, Jesús le presenta a cada uno de sus discípulos diciéndole: «He ahí a tu Hijo» (cf. Jn 19, 26-27). La compasión maternal hacia el Hijo se convierte en compasión maternal hacia cada uno de nosotros en nuestros sufrimientos diarios (cf. Homilía en Lourdes, 15 de septiembre de 2008).
Queridos hermanos y hermanas, en esta Jornada mundial del enfermo, invito también a las autoridades para que inviertan cada vez más energías en estructuras sanitarias que sirvan de ayuda y apoyo a los que sufren, sobre todo a los más pobres y necesitados, y dirigiendo mi pensamiento a todas las diócesis, envío un afectuoso saludo a los obispos, a los sacerdotes, a las personas consagradas, a los seminaristas, a los agentes sanitarios, a los voluntarios y a todos aquellos que se dedican con amor a curar y aliviar las llagas de todos los hermanos o hermanas enfermos, en los hospitales o residencias, en las familias: sabed ver siempre en el rostro de los enfermos el Rostro de los rostros: el de Cristo.
Aseguro a todos mi recuerdo en la oración, mientras imparto a cada uno una especial bendición apostólica.
Vaticano, 21 de noviembre de 2010, fiesta de Cristo Rey del universo.
Cada año, en el aniversario de la memoria de Nuestra Señora de Lourdes, que se celebra el 11 de febrero, la Iglesia propone la Jornada mundial del enfermo. Esta circunstancia, como quiso el venerable Juan Pablo II, se convierte en una ocasión propicia para reflexionar sobre el misterio del sufrimiento y, sobre todo, para sensibilizar más a nuestras comunidades y a la sociedad civil con respecto a los hermanos y las hermanas enfermos. Si cada hombre es hermano nuestro, con mayor razón el débil, el que sufre y el necesitado de cuidados deben estar en el centro de nuestra atención, para que ninguno de ellos se sienta olvidado o marginado. De hecho, «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana» (Spe salvi, 38). Las iniciativas que se promuevan en cada diócesis con ocasión de esta Jornada deben servir de estímulo para hacer cada vez más eficaz la asistencia a los que sufren, también de cara a la celebración de modo solemne, que tendrá lugar, en 2013, en el santuario mariano de Altötting, en Alemania.
1. Llevo aún en el corazón el momento en que, en el transcurso de la visita pastoral a Turín, pude permanecer en reflexión y oración ante la Sábana Santa, ante ese rostro sufriente, que nos invita a meditar sobre Aquel que llevó sobre sí la pasión del hombre de todo tiempo y de todo lugar, también nuestros sufrimientos, nuestras dificultades y nuestros pecados. ¡Cuántos fieles, a lo largo de la historia, han pasado ante ese lienzo sepulcral, que envolvió el cuerpo de un hombre crucificado, que corresponde en todo a lo que los Evangelios nos transmiten sobre la pasión y muerte de Jesús! Contemplarlo es una invitación a reflexionar sobre lo que escribe san Pedro: «Por sus llagas habéis sido curados» (1 P 2, 24). El Hijo de Dios sufrió, murió, pero resucitó, y precisamente por esto esas llagas se convierten en el signo de nuestra redención, del perdón y de la reconciliación con el Padre; sin embargo, también se convierten en un banco de prueba para la fe de los discípulos y para nuestra fe: cada vez que el Señor habla de su pasión y muerte, ellos no comprenden, rechazan, se oponen. Para ellos, como para nosotros, el sufrimiento está siempre lleno de misterio, es difícil de aceptar y de soportar. Los dos discípulos de Emaús caminan tristes por los acontecimientos sucedidos aquellos días en Jerusalén, y sólo cuando el Resucitado recorre el camino con ellos se abren a una visión nueva (cf. Lc 24, 13-31). También al apóstol Tomás le cuesta creer en el camino de la pasión redentora: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos; si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré» (Jn 20, 25). Pero frente a Cristo que muestra sus llagas, su respuesta se transforma en una conmovedora profesión de fe: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Lo que antes era un obstáculo insuperable, porque era signo del aparente fracaso de Jesús, se convierte, en el encuentro con el Resucitado, en la prueba de un amor victorioso: «Sólo un Dios que nos ama hasta tomar sobre sí nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el inocente, es digno de fe» (Mensaje Urbi et orbi, Pascua de 2007).
2. Queridos enfermos y personas que sufren, es precisamente a través de las llagas de Cristo como nosotros podemos ver, con ojos de esperanza, todos los males que afligen a la humanidad. Al resucitar, el Señor no eliminó el sufrimiento ni el mal del mundo, sino que los venció de raíz. A la prepotencia del mal opuso la omnipotencia de su Amor. Así nos indicó que el camino de la paz y de la alegría es el Amor: «Como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Cristo, vencedor de la muerte, está vivo en medio de nosotros. Y mientras, con santo Tomás, decimos también nosotros: «¡Señor mío y Dios mío!», sigamos a nuestro Maestro en la disponibilidad a dar la vida por nuestros hermanos (cf. 1 Jn 3, 16), siendo así mensajeros de una alegría que no teme el dolor, la alegría de la Resurrección.
San Bernardo afirma: «Dios no puede padecer, pero puede compadecer». Dios, la Verdad y el Amor en persona, quiso sufrir por nosotros y con nosotros; se hizo hombre para poder com-padecer con el hombre, de modo real, en carne y sangre. Por eso, en cada sufrimiento humano ha entrado Uno que comparte el sufrimiento y la paciencia; en cada sufrimiento se difunde la con-solatio, la consolación del amor partícipe de Dios para hacer que brille la estrella de la esperanza (cf. Spe salvi, 39).
A vosotros, queridos hermanos y hermanas os repito este mensaje, para que seáis testigos de él a través de vuestro sufrimiento, vuestra vida y vuestra fe.
3. Con vistas a la cita de Madrid, el próximo mes de agosto de 2011, para la Jornada mundial de la juventud, quiero dirigir también un pensamiento en particular a los jóvenes, especialmente a aquellos que viven la experiencia de la enfermedad. A menudo la pasión, la cruz de Jesús dan miedo, porque parecen ser la negación de la vida. En realidad, es exactamente al contrario. La cruz es el «sí» de Dios al hombre, la expresión más alta y más intensa de su amor y la fuente de la que brota la vida eterna. Del corazón traspasado de Jesús brotó esta vida divina. Sólo él es capaz de liberar al mundo del mal y de hacer crecer su reino de justicia, de paz y de amor, al que todos aspiramos (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la juventud de 2011, n. 3). Queridos jóvenes, aprended a «ver» y a «encontrar» a Jesús en la Eucaristía, donde está presente de modo real por nosotros, hasta el punto de hacerse alimento para el camino, pero también sabedlo reconocer y servir en los pobres, en los enfermos, en los hermanos que sufren y atraviesan dificultades, los cuales necesitan vuestra ayuda (cf. ib., 4).
A todos vosotros, jóvenes, enfermos y sanos, os repito la invitación a crear puentes de amor y de solidaridad, para que nadie se sienta solo, sino cerca de Dios y parte de la gran familia de sus hijos (cf. Audiencia general, 15 de noviembre de 2006).
4. Contemplando las llagas de Jesús, nuestra mirada se dirige a su Corazón sacratísimo, en el que se manifiesta en sumo grado el amor de Dios. El Sagrado Corazón es Cristo crucificado, con el costado abierto por la lanza del que brotan sangre y agua (cf. Jn 19, 34), «símbolo de los sacramentos de la Iglesia, para que todos los hombres, atraídos al Corazón del Salvador, beban con alegría de la fuente perenne de la salvación» (Misal Romano, Prefacio de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús). Especialmente vosotros, queridos enfermos, sentid la cercanía de este Corazón lleno de amor y bebed con fe y alegría de esta fuente, rezando: «Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. Oh buen Jesús, escúchame. En tus llagas, escóndeme» (Oración de san Ignacio de Loyola).
5. Al final de este Mensaje para la próxima Jornada mundial del enfermo, deseo expresar mi afecto a todos y a cada uno, sintiéndome partícipe de los sufrimientos y de las esperanzas que vivís diariamente en unión con Cristo crucificado y resucitado, para que os dé la paz y la curación del corazón. Que junto con él vele a vuestro lado la Virgen María, a la que invocamos con confianza Salud de los enfermos y Consoladora de los afligidos. Al pie de la cruz se realiza para ella la profecía de Simeón: su corazón de Madre es traspasado (cf. Lc 2, 35). Desde el abismo de su dolor, participación en el del Hijo, María fue capaz de acoger la nueva misión: ser la Madre de Cristo en sus miembros. En la hora de la cruz, Jesús le presenta a cada uno de sus discípulos diciéndole: «He ahí a tu Hijo» (cf. Jn 19, 26-27). La compasión maternal hacia el Hijo se convierte en compasión maternal hacia cada uno de nosotros en nuestros sufrimientos diarios (cf. Homilía en Lourdes, 15 de septiembre de 2008).
Queridos hermanos y hermanas, en esta Jornada mundial del enfermo, invito también a las autoridades para que inviertan cada vez más energías en estructuras sanitarias que sirvan de ayuda y apoyo a los que sufren, sobre todo a los más pobres y necesitados, y dirigiendo mi pensamiento a todas las diócesis, envío un afectuoso saludo a los obispos, a los sacerdotes, a las personas consagradas, a los seminaristas, a los agentes sanitarios, a los voluntarios y a todos aquellos que se dedican con amor a curar y aliviar las llagas de todos los hermanos o hermanas enfermos, en los hospitales o residencias, en las familias: sabed ver siempre en el rostro de los enfermos el Rostro de los rostros: el de Cristo.
Aseguro a todos mi recuerdo en la oración, mientras imparto a cada uno una especial bendición apostólica.
Vaticano, 21 de noviembre de 2010, fiesta de Cristo Rey del universo.
BENEDICTUS PP. XVI
Fuente: Vaticano.