Adviento: tiempo para acoger al Hijo que humaniza nuestra carne,


De ahí que, para hacerse hijo de Dios, el hombre no tenga que despreciar su condición carnal, sino que ha de acoger al Logos que se le manifiesta en el hombre Jesús. Adviento es contemplar al detalle ese «renuevo del tocón de Jesé» y dejar enamorarse por su estilo. Ese no juzgar por apariencias, ni sentenciar de oídas, sino cuidar con esmero a pobres y desamparados (cfr. Is 11,1-11). Es decir, Adviento es desalojar «nuestras inhumanidades». Más tarde vendrá el contemplar muy de cerca su nacimiento, su vida, estilo y muerte, para así irnos «transformando en su imagen con resplandor creciente» (2 Cor 3,18).

Mirad con cuánta plasticidad cuenta Pablo a Tito los efectos de la entrada de la «ventaja humanizadora». En el antes dejado el hombre viejo a sus meras fuerzas, caíamos «en la difamación y la violencia... en la insensatez y en la obstinación, íbamos extraviados: esclavos de pasiones y placeres de todo género, nos pasábamos la vida haciendo el mal y comidos de envidia, éramos insoportables y nos odiábamos unos a otros. Pero ahora apareció la bondad de nuestro Dios y Salvador y su amor al hombre; no por méritos que hubiéramos adquirido, sino por sola su misericordia, nos salvó con el baño del nuevo nacimiento y la renovación por el Espíritu Santo, que nos infundió con abundancia por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Tit 3,2-6).

El despliegue de ese ahora lo retrata Pablo en el Espíritu de Cristo en nosotros: «el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, tolerancia, benignidad, generosidad, lealtad, sencillez, dominio de sí» (Gal 5,22).. Es el paso de lo que él llama «hombre viejo» al «hombre nuevo»: «despojaos de la conducta pasada, de la vieja humanidad que se corrompe con deseos engañosos; renovaos en espíritu y mentalidad; revestíos del hombre nuevo creado a imagen de Dios» (Ef 5,22-24).

Hacernos «humanos» es hacernos plenamente lo que somos; hacernos verdaderos «adultos», hombres cumplidos (eis andra teleion). Es decir, seres capaces de engendrar un entorno humano porque no son tramposos, no siembran la división, no se sumergen en los trucos del error, no son niños zarandeados por cualquier ventolera de doctrina (cfr. Ef 4,14ss).

Hay una parábola que, a mi parecer, expresa mejor que ninguna otra el movimiento encarnatorio. Se trata de la parábola del buen samaritano (Lc 12,25ss). La pobre humanidad estaba medio muerta, molida a palos, desnuda y tirada en el camino. La gente de lo sagrado, sacerdote o clérigo, le dieron buenas palabras. Pero llegó el samaritano y se acercó al caído, complicando e implicando su vida. Para ello el samaritano se acercó a ver, compartió el sentir del pobre hombre, se puso a hacer cosas en su favor (vendar, echar aceite y vino, montarlo en la cabalgadura, llevarlo a una posada, cuidarlo, etc.) y, finalmente, aseguró un cuidado para el futuro, estableciendo un modo de ayudarle hasta su curación pagando al posadero. La Encarnación es la carne llena de humanidad de Jesús Buen samaritano cruzada activamente con nuestra humanidad maltrecha y que complica su vida para aliviar y mejorar la nuestra, dándonos no dos denarios, sino su propia vida: «¿cómo es posible que con Él no nos lo regale todo?» (Rom 8,32).

En este Adviento podemos preguntarnos con hondura: ¿estoy dando entrada en mi vida a la «ventaja humanizadora» que me es ofrecida en Jesús? Juan nos avisa en su prólogo que «vino a los suyos, y los suyos no le recibieron» (Jn 1,11). La «dura cerviz» del Antiguo Testamento es nuestra patética resistencia a dejarnos hacer verdaderamente humanos por Dios. W. Reich trataba de vencer las resistencias del «Pequeño hombrecito» diciéndole que «no hay nada de lo que huyas más que de ti mismo». El «Pequeño hombrecito» no quiere exponerse a oír la verdad ni asumir la responsabilidad sobre sí mismo. Son los versos de Blas de Otero en Canto primero: «Si supierais ser hombres, sólo humanos. / ¿Os da miedo, verdad?... / ...Con ser hombres os basta».

Acabando: Preparar la Navidad es preguntarse por qué Jesús pudo ser Buena Nueva para los pobres. Adviento es preguntarse por qué no podrá venir a nuestros variados palacios y sí a las cuevas de animales y pastores. Adviento es confrontarse con el Magnificat revolucionario de la doncella sencilla, en el que todo lo nuevo se anuncia acabando con algo, se exaltan los pobres tras caer tronos poderosos. Adviento es dejar la tierra de la ventaja real para seguir a la estrella que convierte la propia vida en Buena Nueva para los pobres, inquietando al Herodes de dentro y fuera de nosotros (Mt 2,16). Adviento es ir de la mano de San Juan Crisóstomo a visitar los verdaderos belenes: «¿Deseas honrar el Cuerpo de Cristo? No lo desprecies cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres en el templo con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez... El templo no necesita vestidos y lienzos, sino pureza de alma; los pobres necesitan en cambio que con sumo cuidado nos preocupemos de ellos»Adviento es pensar si mis fiestas y viajes de descanso, no serán un cambiar un par de cenas por un desvalido y un pobre (cfr. Am 8,6). Adviento es aceptar la invitación a hacerse humano haciéndonos «auténticos en el amor y creciendo en todo aspecto hacia aquel que es la cabeza, Cristo» (Ef 4,15). Las Bienaventuranzas y las preguntas que juzgarán a la historia son cuestiones sobre la densidad «humana» de nuestro paso por las heridas del hombre. ¡Rehaciendo humanidad se atiende a Dios! (cfr. Mt 25,34ss). ¡El primer Belén se instaló y se sigue instalando allí donde, haciéndonos humanos, acojamos en nuestra estrecha posada a esos emigrantes que, apurados (me dicen que llegaron en pateras) y con mala catadura («ni aspecto humano»: Is 52,14), llaman cada día a nuestra puerta!» (Lc 2,7). ¡Eso es Adviento. Eso es Navidad!

Plotino, muriendo, definió el Adviento: «Estoy tratando de conducir lo divino que hay en mí a lo divino que hay en el Universo». Reformulada en cristiano, ésta es la tarea: «conducir lo humano/divino que hay en mí a que reproduzca lo divino/humano que he descubierto en Él» Pero hay que esperarlo y vivir en esperanza. El viene y viene siempre.

Francisco Aranda Otero, sacerdote diocesano

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"TRANSFORMANDO EL MUNDO HACIENDO IGLESIA"