Carta Pastoral para la Cuaresma 2012.

“Velar por Dios y velar por el hombre. Volver a Dios y volver al hombre”

Queridos diocesanos:
La Cuaresma “es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los Sacramentos, renovemos nuestro camino de fe, tanto personal como comunitaria”1, y respondamos a la llamada a la conversión que exige conformarnos con Cristo “que se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma” (Ef 5,2), despojarnos del hombre viejo con sus obras, y revestirnos del Hombre Nuevo, Cristo, que lo es todo en todos (cf. Col 3,10-11).
La liturgia cuaresmal nos ayuda a recordar “al hombre tal como ha sido querido por Dios, tal como Él lo ha elegido eternamente, llamado, destinado a la gracia y a la gloria”.
“Pues bien -oráculo del Señor-, convertíos a mi de todo corazón” (Jl 2,12). La conversión recupera al hombre para la salvación y la santidad en la experiencia de la relación personal con Dios, sabiendo que sólo alcanzaremos esa conciencia humilde en la medida en que nuestra oración nos abre al conocimiento de la voluntad de Dios y nos da fuerza para cumplirla. En este sentido urge revitalizar nuestro bautismo, comprobando si las promesas
bautismales tienen incidencia en nuestra vida. Nuestro drama como cristianos es terminar viviendo como quienes han renunciado a la santidad bautismal. La conversión y la santificación real son siempre un don gratuito de la iniciativa divina para lograr el encuentro personal de cada hombre con Cristo.
“En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios” (2Cor 5,20). Necesitamos ser redimidos y reconciliados por Dios que ha de ser el origen y la meta, el sentido y la explicación última de nuestra existencia. Es una ofuscación espiritual no ser conscientes, tal vez adormecidos en la tibieza, de que debemos conformarnos a la voluntad de Dios, haciéndonos a la idea de que a lo sumo nos basta con el estricto cumplimiento de la abstinencia y del ayuno que la Iglesia nos indica, y manteniéndonos en la honradez convencional ante los demás. Los criterios de ver las cosas como los hombres y no como Dios nos hacen pensar que una actitud penitencial y la negación real de uno mismo no se
adecuan a la condición humana.
La Cuaresma nos ofrece la oportunidad de profundizar en la importancia de la Palabra de Dios, del ayuno y de la caridad para asumir nuestro compromiso cristiano. La lectura de la Sagrada Escritura es un camino privilegiado para ahondar en nuestra relación con Dios pues la luz de su Palabra nos ayuda a hacer una lectura creyente de la realidad. Así lo contemplamos en nuestro plan pastoral diocesano. Es necesario familiarizarse con la Biblia sabiendo que como escribe san Juan Crisóstomo, “ningún acto de virtud puede ser grande si de él no se sigue también provecho para los otros...
Así pues, por más que te pases el día en ayunas, por más que duermas sobre el duro suelo, y comas ceniza, y suspires continuamente, si no haces bien a otros, no haces nada grande”.
El ayuno es siempre importante para crecer en la libertad donde percibimos que es más feliz el que más da, porque “hay mayor alegría en dar que en recibir” (Hch 20,35), imitando el amor gratuito de Dios. El ayuno que Dios quiere es compartir nuestro pan con el hambriento, ayudando a tantas personas que están reclamando nuestra solidaridad, no sólo con lo que nos sobra sino incluso con lo que necesitamos; acompañar a los que están enfermos en su cuerpo o en su espíritu; y denunciar toda injusticia. Nuestro ayuno como gesto profético y acción eficaz, cobra sentido para que otros no ayunen a la fuerza, y acredita nuestro mensaje evangélico. “Las Sagradas Escrituras y toda la tradición cristiana enseñan que el ayuno es una gran ayuda para evitar el pecado y todo lo que induce a él (...). Puesto que el pecado y sus consecuencias nos oprimen a todos, el ayuno se nos ofrece como un medio para recuperar la amistad con el Señor”.
La caridad, “corazón de la vida cristiana”, es signo de la conversión cristiana. Nos lleva a “fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse extraños, indiferentes a la suerte de los hermanos. Sin embargo, con frecuencia prevalece la actitud contraria: la indiferencia o el desinterés, que nacen del egoísmo, encubierto bajo la apariencia del respeto por la «esfera privada”4. Nuestra conversión no
consiste en adquirir la perfección en solitario y por nuestra cuenta, sino en ser mejores hijos de Dios, mejores hermanos y amigos, en particular de quienes sufren y esperan nuestra ayuda. “El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios: el hecho de ser hermanos en humanidad y, en muchos casos, también en la fe, debe llevarnos a ver en el otro a un verdadero alter ego, a quien el Señor ama infinitamente”. Por eso la caridad en cualquier tiempo y circunstancia es para el cristiano una virtud sin sustituciones posibles por muy piadosas que tales sustituciones se nos antojen o por muy razonadas que nos las presente una moral naturalista o una casuística minimizante. “Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo” (Gal 6,2), glorificando al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5,16), y dejando que Cristo esté en nuestro corazón y dinamice la historia.
Que en oración con María, la Cuaresma sea un camino de esperanza, al disponernos a celebrar la mayor fiesta del año, la Pascua, que trae la alegría que nunca termina: Jesús está vivo y nos ha reconciliado. Haciendo este itinerario con vosotros, os saluda con todo afecto y bendice en el Señor, 

+ Julián Barrio Barrio,
Arzobispo de Santiago de Compostela

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