Alabad al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia", hemos leído en el Salmo responsorial. Y
San Pablo nos insiste en su Epístola: "Bendito sea el Dios y Padre de
Nuestro Señor Jesucristo por su gran misericordia".
Este segundo domingo de Pascua está
dedicado a la Divina Misericordia y, aunque todos los días son días de
misericordia para Dios, hoy se nos muestra con especial claridad.
¿Dónde? No tenemos más que acercarnos
al Evangelio. Nos sitúa en el mismo día de la Resurrección, por la tarde. Jesús
se aparece a los Apóstoles, reunidos en el cenáculo con las puertas cerradas.
Les desea la paz, y les hace un increíble regalo: "Recibid el Espíritu
Santo; a quienes perdonáis los pecados, les quedan perdonados".
El Espíritu convierte a aquellos hombres
sencillos en "perdonadores" de pecados; algo que sólo Dios puede
hacer. Desde ese momento, quienes se sientan pecadores acudirán a ellos,
arrepentidos, y les desaparecerán los pecados. ¿Cabe mayor muestra de
misericordia de Dios con los hombres? Pues la hay, efectivamente: «Tomás, uno
de los doce, no estaba con ellos cuando vino Jesús" y no quiso creer a sus
compañeros cuando le aseguraron haber visto al Señor. Se empecinó y su
empecinamiento es para nosotros garantía de verdad. No eran hombres crédulos,
predispuestos a aceptar visiones; todos eran trabajadores, buenos conocedores
del mundo real en que se movían. Tomás es muestra de ese realismo: solo cree lo
que ve y toca. Por eso el Señor les va a dar una prueba más de su Resurrección;
una prueba "física Vuelve a aparecérseles al cabo de una semana -es decir
hoy-y, nada
más saludarles, se dirige a Tomás:
"Trae tu dedo y aquí tienes mis manos, trae tu mano y métela en mi
costado". Supongo que santo Tomás balbucearía alguna excusa, porque la
presencia de Jesús era tan apabullante que no cabía dudar. Lo que recoge el
Evangelio es que se derrumbaron todas sus resistencias y exclamó conmovido: ¡Señor
mío y Dios mío!".
Maravillosa expresión para que
utilicemos vosotros y yo cuando nos asalten dudas de fe. Nosotros creemos a los
Apóstoles porque ellos fueron testigos del resucitado; y no creyeron por
predisposición, sino porque su presencia barrió la incredulidad de unos hombres
que comprobaron verdaderamente la presencia de Jesús resucitado.
Y esta es una nueva y grande
misericordia de Dios: con Tomás, y con los que creeríamos por su testimonio. Y
esa misericordia es la que hace exclamar a Jesús: "Bienaventurados los
que, sin ver creerán". El Señor nos bendice por nuestra fe;
aunque a veces -hemos de reconocer-
sea poca y dubitativa.
Que Él nos ayude a afirmar esa fe
cada día un poco más, confiando en Dios más que en nosotros. -Manuel Ordeig-
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