Diez días después de la Ascensión, "estando todos reunidos en un mismo lugar", el Espíritu Santo descendió, de modo visible, sobre aquellos hombres y mujeres reunidos en torno a la Madre de Jesús; que quedaron llenos del Espíritu de Dios y comenzaron a anunciar, en nombre de Cristo, la salvación y el perdón de los pecados.
Veinte siglos más tarde, también hoy desciende el Espíritu Santo sobre nosotros.
No lo vemos con los ojos del cuerpo con la claridad de entonces, pero nos lo asegura la fe. El mismo hecho de estar reunidos aquí, en torno al altar, para asistir a la renovación del sacrificio de Cristo -que es la Misa dominical-, es buena prueba de ello.
¿Quién nos ha atraído hasta aquí, y quién nos llena de Sí cuando recibimos la Comunión?
El Espíritu Santo, sin ninguna duda. Él se aposenta en nuestras almas y nos comunica la fuerza para vivir la vida de cada día de una manera "nueva"; una manera que el mundo no comprende, porque no participa del Espíritu. Las obras de la carne -explica san Pablo- son carnales; las del Espíritu son
espirituales; y estas son las que siembran en el mundo el amor y la paz. Por eso, en el evangelio que hemos leído, vemos como Jesús se aparece a sus Discípulos y, lo primero que les dice es: "La paz sea con vosotros". Y añade: "Como el Padre me ha enviado, así os envío yo": con esa paz en el alma, fruto de la acción del Espíritu Santo.
Ese Espíritu 'fue, desde el comienzo, el alma de la Iglesia" (Prefacio); y es, así mismo, el nervio anterior que convierte nuestros quehaceres diarios en una obra de Dios. Quien vive en la gracia
del Señor, todos sus trabajos, esfuerzos y dolores, tienen un colorido especial.
Dejan de ser sufrimientos, para convertirse en escalones de una escalera que nos conduce a la vida eterna. El Espíritu Santo y sus Dones son regalo de Dios. Pero requieren, de vosotros y de mí, que pongamos en juego nuestra libertad: que queramos recibirlos y ajustar nuestra vida a lo que Él nos pida. Sabiendo que no solicitará de nosotros -habitualmente- acciones extraordinarias; es en las cosas cotidianas donde espera un poco de nuestra atención: unas palabras de afecto, unas peticiones humildes, un agradecimiento solícito.
"Nuestro Señor Jesús lo quiere: es preciso seguirle de cerca' escribe san Josemaría" Esa es la obra del Espíritu Santo en cada alma -en la tuya-: sé dócil, no opongas obstáculos a Dios" (Surco, 978). La obra santificadora del Espíritu en tu interior, si eres dócil, acabará por concederte las virtudes que necesitas para ser feliz en esta tierra y ayudar a los demás para que también lo sean; y de este modo
caminemos, todos juntos, hacia la promesa eterna en la que Él nos espera.
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