En el capítulo noveno de su Evangelio, san Lucas presenta sucesivamente varios casos peculiares: dos Apóstoles que quieren hacer llover fuego del cielo sobre un poblado, otro quiere seguir al Señor ignorando sus circunstancias, los dos siguientes quieren también seguir a Cristo, pero tienen diversas ocupaciones entre manos... A todos el Señor reconduce sus pensamientos a lo fundamental, para que a multitud de cosas de este mundo no perturbe un modo recto de ver la vida y sus múltiples peripecias. En el fondo, aquellos hombres -con buena voluntad- se perdían en lo exterior, como le pasaba asan Agustín y él mismo nos lo cuenta: "Tú" -le dice a Dios- "estabas dentro de mí, y yo te buscaba por fuera". Era urgente, para Agustín, dejar de vivir en lo exterior y disponerse a entrar en su interior.
Y esa urgencia de hace mil seiscientos años, es más necesaria aún en el presente.
Vivimos en una civilización proyectada hacia fuera: películas, músicas, noticias de mil sitios, mensajes innumerables, nos llenan el tiempo y la mente. ¿Cuánto espacio dejan, todas esas cosas, para aquel "conocer a Dios y conocernos a nosotros mismos", que proponía también el mismo Agustín?
Somos capaces de conocer las galaxias, pero no lo que perturba nuestro corazón. De vivir "en tiempo real" lo que está pasando a diez mil kilómetros, e ignorar la pesadumbre del cónyuge, de un hijo o de un amigo, que está -a nuestro lado-pasando momentos difíciles en su vida. Y no es un problema de la televisión o de internet es algo íntimo y personal: no vivimos en nosotros mismos, no reposamos el corazón, llevamos una existencia centrifugada, que nos arroja "fuera' a lo exterior. La literatura "de evasión" es un paradigma: evadirse del trabajo, de los problemas, de uno mismo... Hay como un enorme miedo al silencio; siempre tiene que haber alguna música, ya compres, ya estudies, ya camines; ciertas músicas son como una droga, el silencio podría provocarles síndrome de abstinencia.
sin embargo, la interioridad es la única vía para una vida auténtica. Se trata de entrar en uno mismo, y ser, ante mí y ante Dios; luego intentaré ser también ante el mundo, pero de nada me sirve esto último, si no sé quién soy y por qué hago lo que hago. Es cierto que Dios nos pone en el mundo y no
podemos marginamos de él, pero una cosa es vivir en y con el mundo y otra, muy distinta, vivir para el mundo.
Solo Dios es el fin del hombre, y solo ante Él adquiere su máxima dignidad. Si soy ante animales o cosas, no paso de ser una criatura; si soy ante los demás, seré un hombre; si soy ante Dios, seré alguien llamado a la bienaventuranza eterna. Y únicamente desde mi más hondo interior, puedo ser ante Dios.