Cuando rezamos la popular oración del Acordaos, le decimos a la Virgen que jamás se ha oído decir que fuese de Ella abandonado ninguno de cuantos han acudido a su amparo, reclamado su protección e implorado su auxilio. Y en la Salve nos dirigimos a Ella como “Esperanza nuestra”. María esperó siempre en Dios, y ahora Ella nos enseña a esperar. Las personas que viven una especial consagración a Dios están especialmente llamadas a ser, con María, maestras y testigos de la esperanza.
Pero, ¿qué es exactamente la esperanza? El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que «es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (n. 1817).
Y María, en efecto, confió en las promesas de Dios, con esperanza cierta de que se cumplirían: Dios redimiría a su Pueblo. Ella, que era virgen, sería Madre del Hijo de Dios por obra y gracia del Espíritu Santo. Este Hijo, que en nada se diferenciaba de cualquier otro niño pobre, pequeño y desvalido, sería Luz de las naciones, Salvador del mundo. Cuando le vio maltratado y crucificado no perdió la esperanza en que resucitaría, venciendo a la muerte.
Cuando vio el desconsuelo y la desesperación de los discípulos tras el Viernes Santo, ahí estaba «Ella, madre de esperanza, en medio de esa comunidad de discípulos tan frágiles», tal y como subraya el papa Francisco (Audiencia general, 10.V.2017), y no dejó de confiar en que la Iglesia crecería y cumpliría su misión de llevar el Evangelio al mundo entero, y que el Reino de su Hijo no tendría fin. Después de la Ascensión de Jesús a los Cielos, Ella sostuvo la espera del acontecimiento de Pentecostés.
Continúa explicando el Catecismo que «la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad» (n. 1818).
Así, también hoy nuestra Madre desde el Cielo continúa alentando nuestra esperanza; y los consagrados participan de esta misión de llevar esperanza a un mundo sufriente:
− María acudió rápidamente a ayudar a su anciana prima Isabel en los últimos meses de su embarazo.
Con Ella, miles de personas consagradas en todo el mundo atienden a madres con dificultades, luchan por la vida del no nacido, cuidan a ancianos abandonados, a enfermos y a personas
vulnerables.
− María cuidó y educó a Jesús. Con Ella, los consagrados se dedican con mucha frecuencia al servicio de la educación de niños y jóvenes.
− María estuvo al lado de su Hijo en su Pasión y muerte en la cruz. Con Ella, son muchos los consagrados que están cerca de los encarcelados, de los que sufren violencia, persecución o explotación.
− Tras la muerte de Jesús, María acompañó y consoló a los Apóstoles, alentando la esperanza en la Resurrección y en la venida del Espíritu Santo.
Con Ella, las personas consagradas llevan aliento y consuelo a quienes sufren tristeza, incomprensión, rechazo, angustias, desesperación.
− Pero, sobre todo, María, y con Ella las personas consagradas, son fuente de esperanza en todas esas situaciones porque entregan al mundo a Jesucristo, es decir, a Aquel que vino a dar sentido al sufrimiento y a la muerte, porque es Aquel que venció el pecado, origen de todos los males que sufre la humanidad.
Fuente: Conferencia Episcopal Española, Vida Consagrada.