Sin embargo, tan pronto como las circunstancias lo permitan, es necesario y urgente volver a la normalidad de la vida cristiana, que tiene como casa el edificio de la iglesia, y la celebración de la liturgia, particularmente de la Eucaristía, como «la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza...» (Sacrosanctum Concilium, 10).
Conscientes del hecho de que Dios no abandona jamás a la humanidad que ha creado, y que incluso las pruebas más duras pueden dar frutos de gracia, hemos aceptado la lejanía del altar del Señor como un tiempo de ayuno eucarístico, útil para redescubrir la importancia vital, la belleza y la preciosidad inconmensurable. Tan pronto como sea posible, es necesario volver a la Eucaristía con el corazón purificado, con un asombro renovado, con un crecido deseo de encontrar al Señor, de estar con él, de recibirlo para llevarlo a los hermanos con el testimonio de una vida plena de fe, de amor y de esperanza.
Este tiempo de privación nos puede dar la gracia de comprender el corazón de nuestros hermanos mártires de Abitinia (inicios del siglo IV), los cuales respondieron a sus jueces con serena determinación, incluso de frente a una segura condena a muerte: «Sine Dominico non possumus». El absoluto non possumus (no podemos) y la riqueza de significado del sustantivo neutro Dominicum (lo que es del Señor) no se pueden traducir con una sola palabra. Una brevísima expresión compendia una gran riqueza de matices y significados que se ofrecen hoy a nuestra meditación:
- No podemos vivir, ser cristianos, realizar plenamente nuestra humanidad y sus deseos de bien y de felicidad que habitan en el corazón sin la Palabra del Señor, que en la celebración toma cuerpo y se convierte en palabra viva, pronunciada por Dios para quien hoy abre su corazón a la escucha;
- No podemos vivir como cristianos sin participar en el Sacrificio de la Cruz en el que el Señor Jesús se da sin reservas para salvar, con su muerte, al hombre que estaba muerto por el pecado; el Redentor asocia a sí a la humanidad y la reconduce al Padre; en el abrazo del Crucificado encuentra luz y consuelo todo sufrimiento humano;
- No podemos sin el banquete de la Eucaristía, mesa del Señor a la que somos invitados como hijos y hermanos para recibir al mismo Cristo Resucitado, presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad en aquel Pan del cielo que nos sostiene en los gozos y en las fatigas de la peregrinación terrena;
- No podemos sin la comunidad cristiana, la familia del Señor: tenemos necesidad de encontrar a los hermanos que comparten la filiación divina, la fraternidad de Cristo, la vocación y la búsqueda de la santidad y de la salvación de sus almas en la rica diversidad de edad, historias personales, carismas y vocaciones;
- No podemos sin la casa del Señor, que es nuestra casa, sin los lugares santos en los que hemos nacido a la fe, donde hemos descubierto la presencia providente del Señor y hemos descubierto el abrazo misericordioso que levanta al que ha caldo, donde hemos consagrado nuestra vocación a la vida religiosa o al matrimonio, donde hemos suplicado y dado gracias, hemos reído y llorado, donde hemos confiado al Padre nuestros seres queridos que han finalizado ya su peregrinación terrena;
- No podemos sin el día del Señor, sin el Domingo que da luz y sentido a la sucesión de los días de trabajo y de las responsabilidades familiares y sociales.
Aun cuando los medios de comunicación desarrollen un apreciado servicio a los enfermos y aquellos que están imposibilitados para ir a la iglesia, y han prestado un gran servicio en la transmisión de la Santa Misa en el tiempo en el que no había posibilidad de celebrarla comunitariamente, ninguna transmisión es equiparable a la participación personal o puede sustituirla. Más aun, estas transmisiones, pos sí solas, corren el riesgo de alejar de un encuentro personal e íntimo con el Dios encarnado que se ha entregado a nosotros no de modo virtual, sino realmente, diciendo: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6,56).
Segunda entregaEste contacto físico con el Señor es vital, indispensable, insustituible. Una vez que se hayan identificado y adoptado las medidas concretas para reducir al mínimo el contagio del virus, es necesario que todos retomen su lugar en la asamblea de los hermanos, redescubran la insustituible preciosidad y belleza de la celebración, requieran y atraigan, con el contagio del entusiasmo, a los hermanos y hermanas desanimados, asustados, ausentes y distraídos durante mucho tiempo.
Este Dicasterio tiene la intención de reiterar algunos principios y sugerir algunas líneas de acción para promover un rápido y seguro retorno a la celebración de la Eucaristía.
La debida atención a las normas higiénicas y de seguridad no puede llevar a la esterilización de los gestos y de los ritos, a la incitación, incluso inconscientemente, de miedo e inseguridad en los fieles.
Se confía en la acción prudente pero firme de los Obispos para que la participación de los fieles en la celebración de la Eucaristía no sea reducida por parte de las autoridades públicas a una "reunión", y no sea considerada como equiparable o, incluso, subordinada a formas de agregación recreativas.
Las normas litúrgicas no son materia sobre la cual puedan legislar las autoridades civiles, sino solo las competentes autoridades eclesiásticas (cf. Sacrosancturn Concilium, 22).
Se facilite la participación de los fieles en las celebraciones, pero sin improvisados experimentos rituales y con total respeto de las normas, contenidas en los libros litúrgicos, que regulan su desarrollo. En la liturgia, experiencia de sacralidad, de santidad y de belleza que transfigura, se pregusta la armonía de la bienaventuranza eterna: se tenga cuidado, pues, de la dignidad de los lugares, de los objetos sagrados, de las modalidades celebrativas, según la autorizada indicación del Concilio Vaticano II: «Los ritos deben resplandecer con noble sencillez» (Sacrosanctum Concilium, 34).
Se reconozca a los fieles el derecho a recibir el Cuerpo de Cristo y de adorar al Señor presente en la Eucaristía en los modos previstos, sin limitaciones que vayan más allá de lo previsto por las normas higiénicas emanadas por parte de las autoridades públicas o de los Obispos.
En la celebración eucarística, los fieles adoran a Jesús Resucitado presente; y vemos que fácilmente se pierde el sentido de la adoración, la oración de adoración. Pedimos a los Pastores que, en sus catequesis, insistan sobre la necesidad de la adoración.
Un principio seguro para no equivocarse es la obediencia. Obediencia a las normas de la Iglesia, obediencia a los Obispos. En tiempos de dificultad (pensamos, por ejemplo, en las guerras, las pandemias) los Obispos y las Conferencias Episcopales pueden dar normativas provisorias a las que se debe obedecer. La obediencia custodia el tesoro confiado a la Iglesia. Estas medidas dictadas por los Obispos y por las Conferencias Episcopales finalizan cuando la situación vuelve a la normalidad.
La Iglesia continuará protegiendo la persona humana en su totalidad. Ésta testimonia la esperanza, invita a confiar en Dios, recuerda que la existencia terrena es importante, pero mucho más importante es la vida eterna: nuestra meta es compartir la misma vida con Dios para la eternidad. Ésta es la fe de la Iglesia, testimoniada a lo largo de los siglos por legiones de mártires y de santos, un anuncio positivo que libera de reduccionismos unidimensionales, de ideologías: a la preocupación debida por la salud pública, la Iglesia une el mundo y el acompañamiento por la salvación eterna de las almas. Continuamos, pues, confiándonos a la misericordia de Dios, invocando la intercesión de la bienaventurada Virgen María, salus infirmorum et auxilium christianorum, por todos aquellos que son probados duramente por la pandemia y por cualquier otra aflicción, perseveremos en la oración por aquellos que han dejado esta vida y, al mismo tiempo, renovemos el propósito de ser testigos del Resucitado y anunciadores de una esperanza cierta, que trasciende los límites de este mundo.
Solemnidad de la Asunción de la bienaventurada Virgen María