Este episodio del comienzo de la vida pública de nuestro Señor, el Bautismo, nos lleva a admirar al Señor que se pone en la cola de los pecadores para ser bautizado por Juan, como un pecador mas ¡Que humildad la tuya Señor!
Jesús con este gesto, se hace solidario de toda la humanidad. Y, además, nos revela al Padre y al Espíritu Santo.
Al Padre en la voz que lo llama Hijo y al Espíritu, que en forma de paloma lo señala como el Ungido del padre para salvar al mundo, posándose sobre El. En este brevísimo texto se resume la obra de la Redención que Jesús debía realizar.Las aguas del Jordán, santificadas por Jesús, simbolizan una nueva creación: la del bautismo cristiano. Y cuando Jesús emerge, de nuevo, de las aguas, queda prefigurada su resurrección de entre los muertos, que es a su vez, anticipo de nuestra propia resurrección.
En realidad, todo el episodio sabe a la misericordia de Dios que se derrama sobre nosotros.
Igual que los cielos se abren para Jesús, así también los cielos se abren para nosotros, porque el Padre, que siempre llama “Hijo Amado” al Verbo, ahora, al llamárselo también al hombre Jesús, abre la Filiación divina para todos los bautizados. Y al descender el Espíritu Santo, que eternamente procede del Padre y del Hijo, descenderá también sobre nosotros para ungirnos con la señal de los discípulos apóstoles del Señor, en el Bautismo y la confirmación.
Gracias al don precioso de la Filiación divina conquistado por el Jesús en la cruz, - “bautismo en el Espíritu Santo”-, nosotros podemos tratar a Dios como hijos queridos, con toda confianza y ternura. Al respecto dice San Cirilo de Jerusalén: “si tú tienes una piedad sincera, sobre ti descenderá también el Espíritu Santo y oirás la voz del Padre”. (Catequesis III, Sobre el Bautismo, 14).
La verdad gozosa de la Filiación Divina puede y debe iluminar toda nuestra vida. Como lo enseña San Pablo en la Carta a los Gálatas: “Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos la adopción filial. Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: «¡“Abba”, Padre!». Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios”. Debemos aspirar a vivir, a pensare, y a sentirnos como el mismo Jesús. Así lo enseña San Josemaría, en “Amigos de Dios”: “supone un auténtico programa de vida interior, que hay que canalizar a través de tus relaciones de piedad con Dios -pocas, pero constantes, insisto-, que te permitirán adquirir los sentimientos y las maneras de un buen hijo” (n. 150).
Como Jesús también nosotros debemos sentirnos no solo mirados, sino mimados por Dios. También a mí el Padre me dice: “tú eres mi hijo amado”. Dios derrama sobre nosotros, también, toda su infinita bondad y cariño. No debemos tener miedo, todo lo contrario. Nos sobran los motivos para confiar.
Ahora vamos a iniciar el Tiempo Ordinario en la Liturgia. Veremos cómo está lleno de pequeñas situaciones cotidianas y corrientes de la vida de nuestro Señor. En ellas podemos redescubrir, de nuevo, este don maravilloso que Jesús nos ha obtenido en la cruz y darlo a conocer a nuestros.
+Monseñor Don Samuel G. T.