El Domingo pasado el Señor nos invitaba a entrar con el al desierto y hacer el camino a la Pascua juntos, tratando de imitarle en la oración, la escucha y meditación de la Palabra y la lucha por lograr una conducta coherente con el seguimiento de Jesús, que solo se logra con sacrificio.
A lo largo del camino el Señor enseña a los que le acompañan, que “si alguno quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”. Esto es fuerte. Y es también para nosotros. Y nuestro corazón, acostumbrado a una sensibilidad a flor de piel, acostumbrados a mimarnos y tratarnos con mucha comodidad, nos hace temblar. Ir a la Pascua con Jesús... sacrificarse un poquito, hacer algún que otro esfuerzo... está bien. ¿Pero tomar la cruz de Jesús? ¿No será demasiado pedirnos? No es extraño que los discípulos- y nosotros- nos desconcertemos y dudemos.
Pero el señor siempre esta cerca. Ve nuestras dificultades, nuestras dudas, cuanto nos cuesta entrar en el camino cuaresmal de austeridad y penitencia, sobre todo el reconocimiento de nuestros pecados y miserias. Y viene en nuestra ayuda, como fue en ayuda de aquellos primeros, transfigurándose delante de ellos. Quiere alimentar nuestra esperanza, levantarnos el ánimo, ponernos delante la meta final, el cielo, que hasta ahora ellos no podían discernir.
Ahora sí; porque lo van a ver plasmado en el monte de la transfiguración. Acompañémoslos. También nosotros necesitamos ese momento de encuentro con la meta final que no hay que perder de vista nunca y que justifica el llevar la cruz con Jesús. Así se expresaba San Josemaría al meditar esa escena del evangelio de domingo: “¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación!
¡Oh, Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para quedar herido de amor a Ti!”.
Lo contemplamos en Abrahán, a quien el Señor Dios le pide una cruz muy muy fuerte. El sacrificio de su hijo. Pero la gloria y recompensa no se hizo esperar: «por haber hecho esto, por no haberte reservado tu hijo, tu hijo único, te colmaré de bendiciones y multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa.
Todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu descendencia, porque has escuchado mi voz».
Pedro, Santiago y Juan presenciaron la agonía de Jesús en el huerto de los Olivos, pero también presenciaron la resurrección de la hija de Jairo y la resurrección del Señor al ver el sepulcro vacío. Y cuantas veces a nosotros el Señor no nos ha dado, después del sacrificio, del sufrimiento y la humillación de la confesión, una dedada de miel, de gozo, una bonanza que no esperábamos?.