Que duro tuvo que ser para nuestro Señor verse rechazado por sus paisanos de aldea: la aldeíta de Nazaret.
Es la envidia, que hace estragos entre ellos; no quieren reconocer que su paisano es algo más que ellos, que lo que enseña lo coloca a un nivel superior.
Debiera surgir una admiración que los llevara a rendir el corazón y la cabeza en el deseo de aprender, de buscar la verdad, de ir al origen de esa sabiduría, es decir: ir al encuentro de Dios, porque es de eso de lo que se trata. Jesús quiere llevarlos a Dios, pero no es un rabino, es su paisano, y no están dispuestos a concederle más. Incluso no quieren entender que Él, les disculpe hablando de la tradición de que “un profeta no es bien recibido en su patria”.
¡Anda!, como vienes tu a enseñarnos…, quien te crees que eres; te conocemos bien, nuestro carpintero, conocemos tu familia, no eres ni más ni mejor que nosotros; ¡vete a otro lado a embaucar! No nos vengas a dar lecciones; estamos bien con lo que tenemos. ¡Qué triste! El Señor no se enfurece, se duele, sufre con su falta de fe y eso impide la salvación: “No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe”.
Hoy como entonces, en muchos, el encuentro con Cristo va acompañado de cierta curiosidad que no profundiza, que no pasa a la búsqueda de la verdad y al compromiso; se quedan en la superficie, en lo banal. Así es imposible la fascinación que Jesús produce en el alma, sencilla y abierta, que la lleva a profundizar, a indagar y al compromiso: a la conversión. Tantas almas se quedan en la desconfianza, en la indiferencia, que imposibilita el proceso de salvación, o se quedan en la tibieza, en la indiferencia practica.
En la primera Lectura vemos a Ezequiel profeta, que recibe una vocación-misión dificilísima.
Es enviado a un pueblo rebelde, testarudo. Un mundo complejo y hostil: la “raza de los rebeldes; hijos testarudos y de corazón endurecido”. A pesar de su rebeldía el Señor quiere que sepan que Él está ahí, con ellos.
En la liturgia del Domingo pasado se nos planteaba la fe de Abrahán para poner de manifiesto el poder de la fe. Hoy nos enfrentamos a las dificultades para para creer, toda la problemática del hombre actual frente al don de la fe.
Hay que dar un salto: desde el escepticismo, el escándalo y la indiferencia, al asombro y el seguimiento. La sorpresa, el estupor, la admiración y el asombro generan los interrogantes. Si en ellos hay superficialidad y banalidad, prejuicios o pura retórica, terminamos como los habitantes de Nazaret. El camino cerrado hacia la salvación.
Como los nazarenos, ¿Cuántos de nosotros no bloquemos el encuentro profundo con Dios, en Jesús, el hijo de Dios, porque ya sábenos bastante de Jesús o de Dios?... ¿Cuántos catequistas y evangelizadores saben mucho, o creen saber mucho, de Jesús, pero no son piadosos, no dan testimonio, pueden vivir en la tibieza, en una fe superficial, periférica, que no compromete la vida, ni lo que piensan, lo que hacen, o lo que dicen, o lo que deciden en la vida ordinaria de cada día, e incluso viven alejados de los sacramentos?
Rogamos los feligreses que van a Misa a las 9 de la noche o a las 10 de la mañana, solicitar en la sacristía, de arriba o abajo según corresponda, antes de la misa, la celebración de las intenciones que deseen.
Además, os pedimos que estéis pendientes de las intenciones de las demás misas parroquiales, que a veces están vacías.
Y es que, en Jesús, en la Encarnación, Dios asume lo cuotidiano al asumir lo humano, todo lo humano, todo, sin excepción, también las consecuencias del pecado.
No acaban de aceptar la cotidianidad de lo divino en lo humano de cada uno, y piensan que Dios está demasiado lejos y no se entera de lo nuestro y viven como si El, Hijo, no se encarnara en lo mío, lo tuyo, lo cada uno.
O no son capaces de aceptar que todo lo humano ha sido elevado, y por tanto todo es asumido como camino de santificación y viven rutinariamente la vida cotidiana sin trascendencia alguna.
Debiéramos hacer un claro examen de conciencia y reconocer dónde dejamos albergar en nuestro corazón, la falta de fe, la duda y el escepticismo. Y debemos hacerlo de cara al Señor, presente y vivo.
Cristo en la encarnación lo asume todo. Por tanto, no debe haber nada que en nosotros no rezume la presencia de Jesús; apertura a lo sobrenatural, en todo lo ordinario y cotidiano nuestro. Y eso no se puede vivir sin los sacramentos, sin una renovada y constante lucha por hacer oración, por encontrarnos diariamente con aquel que ha asumido todo lo mío, y se alza frente a mí en cada instante para ayudarme, consolarme, acompañarme, curarme; y eso sin solución de continuidad.
La Comunión, la Confesión, la oración vocal y mental, la actitud de servicio a los demás en el trabajo y en la relación fraterna, por amor, son parte esencial de nuestro proyecto de vida cristiana. Así seremos cristianos coherentes, benes formados, metidos en Dios y asumiendo la libertad con responsabilidad fina, dando testimonio de Jesús en el hacer, el decir, y el pensar, y, por supuesto, testimoniarlo en el dialogo con los demás.
+Monseñor Samuel García Tacón
Párroco de San Ginés de Padriñán