Bajo la Cruz, María pronuncia una vez más -en el silencio de su corazón- su sí incondicional. El dolor de María no es desesperado, pero sigue siendo insoportable, porque es el dolor más puro de una madre. Pasa el sábado, ese día interminable, esperando que todo ocurra.
Esta fuerza de la fe, esta esperanza segura, ciertamente no podía aliviar su dolor. Tuvo que presenciar la agonía de su Hijo y su muerte. Lo sostuvo en sus brazos por última vez antes de dejarlo mientras lo llevaban a la tumba. Tuvo que aceptar el desapego y el vacío que le sobrevino.
Es imposible comprender cuántos pensamientos "ella guardaba en su corazón" (Lc 2,51) en medio del clamor de las lamentaciones de las mujeres piadosas y entre los Apóstoles perdidos. Sola, pero no en la soledad y el abandono: antes de morir, Cristo pensó en su Madre y en todos los hombres. Antes de morir, desde la Cruz confía su Madre a Juan:
"Entonces Jesús, viendo a su madre y al discípulo al que amaba de pie junto a ella, dijo a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Entonces dijo al discípulo: "¡He aquí a tu madre!" Y desde aquella hora el discípulo la recibió como a su madre". (Juan 19:26-27)
Toda la Iglesia se reúne en torno a María, que se convierte en el puente entre el Hijo y la humanidad, entre la muerte y la vida, en espera de la Resurrección. Si el Viernes Santo es la hora de Cristo muerto en la Cruz, el Sábado Santo es la hora de la Madre.
Madres como las nuestras, las de nuestra Cofradía de Ntra. Señora de los Dolores y de la Soledad, y a cada una de las madres de nuestra comunidad, a las que acompañaremos brindándoles nuestro aliento, amor y servicio en el camino al encuentro con Jesús.